Los ojos se pusieron en ella, en su vida privada, en su novio, en los amigos, en el sistema de autos de alquiler en Tucumán y también en el lugar donde Paulina Lebbos había estado celebrando después de haber rendido un examen en la Facultad. Seguramente, esa madrugada del 26 de febrero de 2006 la estudiante de Ciencias de la Comunicación también celebraría su juventud y, como la enorme mayoría de los jóvenes tucumanos, había elegido El Abasto para divertirse. Esa madrugada fue el principio del fin para una zona que se había desperezado hacía apenas un año y que se había transformado en el circuito de bares, pubs y locales bailables más grande de la ciudad.
Ese barrio que en el pasado había sido la galaxia de los cajones de madera y de los camiones que entraban y salían incesantemente de los galpones con verdura, era ahora el planeta de los jóvenes y de los adolescentes. Allí se conocían y se desconocían los chicos de los barrios más cómodos y de los más olvidados; era territorio de ellos, con un menú interminable de bares, pubs y boliches para todos los gustos. Los empresarios decían que por ese tiempo en El Abasto circulaban unos 10.000 jóvenes por fin de semana, concentrados principalmente la noche de los sábados. Paulina había sido una de esas 10.000.
“No había demasiados controles. O sí, pero eran hacia adentro. El IPLA, -el organismo creado en 2002 para administrar la nocturnidad- se fijaba en que no se vendiera una cerveza a un menor, pero no se preocupaba de que 10 motos entraran a contramano por calle Las Piedras. Los policías que había eran contratados por los mismos dueños de boliches, pero junto con los patovicas de los locales, estaban para ver que no haya peleas ni líos, no para controlar la calle”, recuerda Rodolfo Di Pinto, presidente de la Cámara de Discotecas de Tucumán.
El músico Pablo Pacífico, que por esas noches tocaba en vivo en los bares de la zona, tiene una imagen diferente: “era el comienzo del blanqueamiento de la actividad nocturna en Tucumán”.
Di Pinto recuerda también que en ese momentos los bolicheros que estaban unidos a la Cámara eran los menos y que no todos los locales contaban con el permiso correspondiente. “Había bares que funcionaban como pubs y pubs que eran explotados como boliches. El descontrol venía de arriba”, manifiesta el empresario nocturno. No le gusta decir que El Abasto era “tierra de nadie”, pero según su relato, era lo más parecido a eso.
“Cromagnon” tucumano
A partir de la desaparición de Paulina todo comenzó a desmoronarse en el epicentro de la movida nocturna. En El Abasto circulaba un fantasma difuso, de bordes nada claros, pero ante la duda los jóvenes comenzaron a dejar de ir. Con la crisis desatada, las autoridades comenzaron a recrudecer los controles, a hacer respetar las normas, muchas de las cuales eran relativamente nuevas tras el cimbronazo que significó la tragedia de Cromagnon, producida el último día de 2004 en Buenos Aires. Algunos locales se vieron obligados a cerrar. Algunos jóvenes no tuvieron más remedio que migrar hacia otras oscuridades, lejos de los adoquines del corazón de la Ciudadela. Tucumán había tenido su propio Cromagnon, con un muerto en lugar de 194, pero el resultado era igual de escandaloso. Y El Abasto fue otro de los tantos chanchos culpables, porque los que cometieron el crimen de Paulina jamás aparecerían.
Algunos boliches de las calles Miguel Lillo, Las Piedras y del pasaje Gutierrez siguieron funcionando, pero el volumen de la música y del público estaban en franco descenso. El precipicio quedó más todavía más próximo cuando en mayo de 2006, dos meses después del asesinato de Paulina, el gobernador José Alperovich decretó que todos los locales bailables de la provincia debían cerrar a las 4 AM, lo que abrió un nuevo capítulo en la noche tucumana.
Desde 2006, los boliches que qudaron en la zona del viejo mercado únicamente resistían, “lo bancaban”, como dicen hoy algunos ex dueños de locales que palmaron en los años subsiguientes. Sólo se trataba de alargar la agonía: como un enfermo terminal, El Abasto ya tenía redactado su certificado de defunción, que fue definitivamente firmado en 2012 cuando los gobiernos provincial y municipal se pusieron de acuerdo en que la zona sería a partir de ese momento residencial y turística, a partir de la inauguración del lujoso hotel y paseo comercial en el casco del ex mercado.
Los vecinos celebraron el cambio, porque una década después de la irrupción de los boliches, podrían volver a dormir. Los bolicheros, por su parte, tuvieron que levantar las valijas y mudarse.
Fantasmas de otro pasado
Quien camine hoy por El Abasto no podrá creer que en esas calles silentes y siempre oscuras hace 10 años haya habido un parque de diversiones y descontroles nocturnos. Apenas queda un pub, justo en frente del imponente hotel, sobre la calle Miguel Lillo, que funciona en voz baja y puertas cerradas; un restaurante y peña folclórica que desde una esquina homenajea todas las noches a Mercedes Sosa y algunos locales donde eventualmente se hacen recitales u otros eventos.
Entre los adoquines y las sombras ya no deambulan miles de jóvenes, ni cientos, ni siquiera decenas. Está lleno de fantasmas, eso sí, pero son los fantasmas de ese pasado pisado cuando en El Abasto confluían dueños de verdulerías y señoras que hacían la compra hogareña. Por la calle Miguel Lillo no circula el fantasma de Paulina, porque en realidad nunca estuvo. Ella desapareció de ahí, pero pudo haberlo hecho de cualquier otro lugar del Tucumán de 2006.