El día que Julio se robó a la novia y la convirtió en su esposa
Corría 1957. Era un mediodía otoñal cuando él, desde atrás del mostrador de un negocio céntrico tucumano, vio la mirada más bonita del mundo. En ese instante se olvidó de todo. Sólo pensaba en las palabras que diría si ella volvía a pasar por ahí al día siguiente.
Y pasó. Claro, ella también sintió la conexión. Se paseó una y otra vez, todos los días, vestida con uniforme escolar, esperando cruzar la mirada con él.
Una vez, él se acercó a ella y se animó a decirle “¡qué linda que sos!”. Se sonrojó. Bajó la cabeza y siguió su camino. Fue uno de los momentos más hermosos de su vida. Igual, aquel día que su príncipe le pidió si podía acompañarla unas cuadras.
Así comenzó la historia de amor de Alicia Elsa Rosini y Julio César Centurión. Ella tenía 14 años y él 17. Se pusieron de novios. Se volvieron inseparables. Pero lo que vino después parece irreal, una aventura apasionada que supera cualquier ficción. ¿Quieren conocerla?
Alicia, que ahora tiene 73 años, recuerda todos los detalles, esos que ahora dejan siempre boquiabiertos a sus nietos o a cualquiera que escuche el cuento.
“Estuvimos noviando cinco años. A mi familia no le gustaba nada porque era muy chica y él me llevaba tres años. Antes era mucha diferencia. Un día mi papá decidió que nos íbamos a otra provincia, a Córdoba. A mí, se me vino el mundo abajo. Lloraba desconsoladamente, no quería separarme de él”, cuenta.
El la mira emocionado. También tiene la memoria intacta. Y aún no sabe de dónde sacó tanta fuerza y valentía para viajar hasta Córdoba, “robarse” a la novia y convertirla en su esposa. Siguió lo que le dictaba el corazón. “Tuve un plan. Pensé mucho qué hacer con esta locura. En esa época no había celulares ni internet ni nada y yo la extrañaba horrores; no podía vivir sin ella”, dice.
Julio era un gran jugador de rugby, uno de los primeros pumas tucumanos. Gracias a los viajes que hizo por deporte, tenía muchos amigos y contactos en todo el país. “Se me ocurrió pedir auxilio y me llovió un montón de ayuda”, relata. A Alicia se le viene a la memoria cuando él apareció en Córdoba, rodeado de amigos rugbistas, sacó los anillos y le pidió matrimonio. “Fue un 20 de septiembre de 1962”, rememora. Y se le pone la piel de gallina. El no puede contener más las lágrimas.
“No seas llorón”, le dice ella. “Se mociona por todo”, aclara la coqueta mujer, de camisa floreada y sonrisa constante.
“Seguí contando abuelo”, le aclaman los nietos, como si fuera la primera vez que escuchan la historia. Están atentos, sentados en el living colorido de la casa en la que el matrimonio vive hace 38 años, en el barrio El Bosque.
“Mis suegros eran muy duros, no aflojaban. Así que mis amigos del rugby me llevaron con un juez de la Corte Suprema de Córdoba y él nos ayudó. Nos aconsejó que Alicia, que era menor de edad, se fuera de la casa y se instalara en un internado en Córdoba, donde era cuidada por monjas. Ahí estuvo dos meses, mientras el juez preparaba todo para autorizar el casamiento. El tenía que demostrar que yo no tenía antecedentes, que era una buena persona y que ella tenía plena voluntad de que quería casarse pese a la prohibición de sus padres”, explica Julio, conocido por sus amigos como “el Jetón”.
Una vez que el juez se expidió, Alicia salió del internado. Así como estaba vestida, de pollera y camisa, fue directamente al Registro Civil. Era el 26 de octubre de 1962. No hubo peinados ni maquillajes. Pero sí mucha emoción. “La esposa del juez se enamoró de nuestra historia y consiguió que nos abrieran la iglesia de los padres Capuchinos, así que de inmediato partimos para ahí. Ella fue mi madrina”, cuenta.
Dos días después, en Tucumán, se volvieron a casar, en la iglesia Don Bosco. “Fue una sorpresa que nos dio mi suegra. Me hizo un vestido y un tocado. Tuvimos nuestro pequeño festejo también”, recuerda, mientras observa las fotos en blanco y negro, que atesora en un viejo sobre. “Después mis padres aflojaron por suerte”, añade.
“Creo que todo eso de andar a escondidas, de tener que enfrentar las prohibiciones, nos hizo fuertes. Hicimos muchos sacrificios; todos nos costó un montón”, dice él. Un año después de la boda llegó a sus vidas Silvia, que ahora tiene 52 años. Después vinieron Sandra, (50) y Guillermo (45). Y más tarde se sumaron los cinco nietos que tienen.
“En casi 54 años de casados vivimos muchas situaciones buenas y malas, tuvimos nuestras crisis económicas, nuestras peleas. Pero siempre salimos fortalecidos”, cuenta Julio. “De ella enamoró siempre su entereza, su bondad”, describe. La lleva a la puerta de la casa y sella el momento con un beso romántico. El la sigue acariciando todos los días. “No me puedo dormir si él no está al lado mío, agarrándome la mano”, revela Alicia. Busca entre los papeles de un mueble de madera un papelito que preparó para la ocasión. Y lo lee: “amor se escribe con P: de perdón, de perseverancia, de paciencia, de permitirnos volver a empezar”. Se miran con ternura. Sienten que solo les queda un sueño por cumplir: estar juntos hasta el último día de sus vidas.
Luciana y Javier vuelven a soñar después de la tragedia
Eso de que “hasta que la muerte los separe” no cuenta en esta historia de amor. Luciana Casmuz (32) y Javier Orellana (35) tuvieron que enfrentar la batalla más dura que le puede tocar a una pareja: perdieron a sus dos pequeños hijos en un choque.
Después del accidente, a mediados de 2014, cuando ella se encontraba internada en la terapia del hospital Centro de Salud, él la estaba cuidando, como lo hacía todos los días; y mientras la cambiaba la miró con los ojos iluminados y lanzó: “¿te querés casar conmigo?”. Ella sonrió, asintió, sintió que volvía a enamorarse.
“La situación no fue para nada romántica y por supuesto no es el contexto que puede soñar una novia. Ya no teníamos a nuestros hijos, pero nos teníamos a nosotros y descubrimos que el amor sí seguía intacto”, describe Luciana, sin lágrimas, con una sonrisa gigante, desde el comedor de su casa de barrio de Famaillá.
“¿Y vas a publicar esto?”, le preguntaron. Ella no duda. Dice que tiene la más bella de historia de amor y quiere contarla: es su regalo de San Valentín para Javier:
“Soy de Famaillá, pero por circunstancias de la vida hice mi secundario en Simoca. Fue ahí, por medio de amigos en común, que lo conocí a Javier. Un día en una fiesta nos dimos un beso, en el año 1999. Nunca más nos volvimos a ver. El tenía su novia con quien tuvo una hija y yo también estaba de novia con un chico; me iba a casar en 2007, pero su familia no me quería y finalmente nos separamos. Estaba deprimida y encerrada. Mientras tanto Javier se convirtió en padre, pero no tenía vínculo con la mamá de la nena. Un amigo en común le pasó mi número de teléfono y él me mandó un mensaje haciéndose el misterioso. Me hizo acordar de la fiesta en que nos habíamos visto por última vez y comenzamos a charlar todo el tiempo... teníamos una química impresionante, parecía que nos conocíamos de toda la vida. En diciembre empezamos a salir y en enero nos fuimos de vacaciones juntos. Mi familia no entendía nada. Estaban enojados por que no querían que yo esté de novia con alguien que tenía una hija (actualmente la aman ).
Nos extrañábamos todo el tiempo y ya queríamos compartir nuestras vidas. Al mes siguiente alquilamos un departamento y nos fuimos a vivir juntos. Sólo teníamos una cama de una plaza, una heladera, y dos sillas. Conseguí un trabajo como secretaria en una escuela y él en una pancheria. También instalaba PC. Con lo que cobrábamos sólo nos alcanzaba para pagar el alquiler del departamento. Realmente era la frase “contigo pan y cebolla”. Después volvimos a Famaillá y hacíamos comida para vender. En enero de 2011 quedé embarazada y en septiembre de ese año nació nuestro primer hijo, Ramiro. El vino a completarnos. Estabamos juntos, disfrutamos mucho de sus travesura. En 2013 llegó nuestra hija María Emilia. Teníamos la familia soñada.
En agosto del 2014 tuvimos un accidente de tránsito donde murieron nuestros dos hijos y fue en ese momento donde todo se paró. En un segundo no teníamos nada... los proyectos, las expectativas de ver a nuestros hijos crecidos y recibidos, el sueño de ser abuelos... todo se derrumbó. Ahí Javier me demostró su amor. Yo estuve internada un mes y él me cuidaba día y noche. Ahí fue que me pidió casamiento. Lo que nos habían dicho llego finalmente…teníamos que pasar las etapas del duelo por la partida de nuestros hijos y los dos éramos totalmente diferentes. Volver a la casa fue el paso más difícil. Ver todas las cosas de los chicos, la pieza intacta con la ropita y los juguetes. Todo había quedado como suspendido en el tiempo. Fue así como los desencuentros comenzaron a aparecer hasta el punto que llegamos a alejarnos. Hubo peleas, llanto, depresión, sufrimientos. Estuvimos a punto de separarnos.
Todo era muy difícil,pero nos sirvió para valorarnos y extrañarnos más. Y especialmente para confirmar que nuestro amor se había fortalecido aún más con la partida de nuestros hijos.
Hoy aprendimos a ver las cosas diferentes, a valorar cada segundo del día en el cual nos toca vivir, a valorar cada gesto, cada abrazo, a no renegar por cosas absurdas, y a elegirnos todo el tiempo. No hay un día que pase sin que le diga “TE AMO”. Fruto de nuestro amor y volviendo a apostar a la vida estamos esperando un nuevo hijo que se llamará Alejo, quien será el testigo -junto a la hija de Javier- de nuestra bendición en el altar”.
Agustina y Ezz: la pasión que atravesó 12.000 kilómetros
No buscaban el amor. Menos al otro lado del mundo. Pero la química virtual sí existe. Y fue instantánea. De eso están convencidos María Agustina Quiñone, de 24 años, y Ezz Elhelw, de 29. Están tan enamorados que acaban de “dar el sí” pese a todas las dificultades que se interpusieron en el camino, un largo camino de 12.000 kilómetros.
Todo comenzó hace poco más de dos años. El 26 de noviembre de 2013 exactamente. Agustina es fonoaudióloga y estudia inglés. Para perfeccionarse, le pareció una buena idea sumarse a las páginas web en las que se puede practicar idiomas con extranjeros.
Un día apareció Ezz. Oriundo de Egipto, él hablaba inglés y quería aprender español. Ella no tuvo problemas en enseñarle. “Debo reconocer que me sentí atraída”, dice ella, con ojos de enamorada. Para él fue un flechazo. Lo reconoce sin titubear, mientras la abraza. Todo el tiempo la abraza. Después de tanto tiempo de amor a la distancia, es como si no quisiera separarse nunca más.
“Al principio hablábamos de todo. De todo menos de amor y de internet”, cuenta Agustina. Ezz es programador de web y antes de conocerla había tenido una relación amorosa muy complicada. “Estaba comprometido con una prima. En Egipto es algo común. Sufrió un montón en esa relación. Hubo engaños y otros problemas”, cuenta ella, que en ese momento también acababa de cerrar las persianas a una relación y no quería saber nada con enamorarse. “Menos que nada me quería enganchar a la distancia; aparte de que nunca creí que esas cosas funcionaran”, acota.
Se pasaban horas y horas charlando. Por skype, por Hangouts. Mientras el español de él empezaba a fluir como el aire, el amor crecía y él no lo quiso ocultar más. “Me dijo lo que sentía y yo le dije que estaba loco. Ahí me preguntó si tenía al menos un 1% de chances conmigo como para seguir adelante. Y accedí. Sentía que algo especial nos unía, tenía una corazonada. Pero me costaba aceptarlo, me parecía una locura, no quería hacerme cargo de que me pasaba algo”, explica.
La primera señal fue un regalo. Agustina recibió en su casa un oso con el perfume de Ezz. Lo que sentían exigía trascender esa barrera que les imponía la pantalla. El armó las valijas. Estaba desesperado por cruzar el charco. Quería conocerla, verla en vivo y en directo. Ella también ansiaba ese encuentro. Quería comprobar si la magia de esas conversaciones por internet persistían cara a cara.
Sin embargo, Ezz no pudo llegar. “Argentina le negó tres veces la visa. Estuvimos padeciendo hasta octubre del año pasado. En ese momento decidió tramitarla en Bolivia. Se la dieron enseguida, así que el encuentro tenía que ser en ese país. Mi mamá tenía miedo, no terminaba de creer en la relación. Pero no me podía acompañar y me tuve que ir sola”, rememora.
El encuentro fue en el aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra, hace un mes. “Yo tenía confianza, ya me había presentado a toda su familia. Igual estaba nerviosa”, dice. Cuando lo vio entrar, se paró para saludarlo. No podía mirarlo a los ojos. “Estuvimos casi tres años viviendo de palabras; ahora es momento de los actos”, le dijo el morocho esbelto, de mirada profunda. Y la abrazó fuerte. Ahí sintieron como si se conocieran de toda la vida. Fueron cinco minutos. Pero pareció una eternidad.
Desde Bolivia, Ezz solicitó la visa para Argentina. Cuando les dieron el ok, vino la propuesta. ¿Querés casarte conmigo?, le preguntó él. Ella no dudó. Pasearon por la isla del Sol y por la Paz hasta que al fin pudieron por fin entrar juntos a Argentina. El casamiento se concretó hace una semana. Ahora, la feliz pareja viajó a Catriel, en Río Negro, donde ella consiguió trabajo. Ahí piensan instalarse para huir del calor tucumano. En julio viajarán a Egipto, donde festejarán de nuevo su casamiento, con la familia de él.
“Proyectos tenemos muchos. Estamos muy felices, soñamos con agrandar la familia. Nuestro amor nos enseñó a creer en nosotros mismos y en nuestros sueños, nos demostró que la paciencia y la perseverancia es clave. Además, nos enseño que realmente no existen impedimentos para amar, ni la distancia, ni el idioma, la cultura o la religión. Aprendimos que cuando amás a alguien profundamente como nosotros nos amamos, siempre encontrarás el camino de llegar esa persona. Confianza, respeto y honestidad fueron esenciales para mantener nuestra relación tanto tiempo y para que triunfara el amor, pese a tantos obstáculos”, resume.