Azadeh Moaveni
Dua llevaba dos meses trabajando con la Brigada Jansaa, la policía moral de mujeres del Estado Islámico, cuando trajeron a dos conocidas a la comisaría para que las azotaran. La policía las había llevado porque sus abayas, las túnicas negras, estaban demasiado ajustadas al cuerpo. “Sus abayas realmente estaban muy pegadas. Les dije que era su culpa”, cuenta Dua, hoy avergonzada.
Ella se volvió a sentar y vio cómo otros agentes se las llevaban a un cuarto para azotarlas. Cuando les quitaron los niqabs que les ocultaban el rostro, se encontró con que además iban maquilladas. Fueron 20 latigazos por la infracción de la abaya, cinco por el maquillaje y otros cinco por no haber sido lo suficientemente sumisas. Sus gritos empezaron a oírse y Dua miró al techo, mientras se le formaba un nudo en la garganta.
Aws, prima segunda de Dua, también trabajaba en la brigada. No mucho después de aquel episodio, Aws vio a unos combatientes azotando brutalmente a un hombre de unos 70 años, frágil, de cabello blanco, en la plaza Muhamad. Se le había oído maldiciendo a Dios. Los combatientes lo arrastraron a la plaza pública y le dieron una paliza hasta que cayó de rodillas. “Lloró todo el tiempo -recuerda Aws-. Tuvo suerte al haber maldecido a Alá porque él muestra compasión. Si hubiera maldecido al profeta, lo habrían matado”.
Todo ha cambiado
Hoy, Aws, de 25 años, y Dua, de 20, viven en una ciudad en el sur de Turquía tras haber huido del EI y sus gobernantes yihadistas. Se reunieron en esta ciudad con Asma, de 22 años, otra desertora de la Brigada Jansaa.
Cuando planearon escapar, no le dijeron a nadie, y no se llevaron nada. Tras años de vergüenza y decepción, ninguna de las tres dijo que siquiera pudiera imaginar regresar, aun si cae el Estado Islámico. La ciudad que fue su hogar sólo existe en su recuerdo.