San Miguel de Tucumán se fundó tres años después que Filadelfia, o Philadelphia, en su inglés original. La piedra basal de la capital tucumana data de 1685, aunque en realidad se trató de un traslado, desde un primer intento iniciado en Ibatín, cerca de Monteros, poco más de un siglo antes, igual que Filadelfia, su gemela norteamericana, cuya fundación definitiva se hizo en 1682 .
Hoy Filadelfia tiene un millón y medio de habitantes, un poco más que el área metropolitana de Tucumán, provincia que, vale recordar, perdió un cuarto de millón de personas después del cierre de 11 ingenios en la década del 60.
Filadelfia es la quinta ciudad de los Estados Unidos, por la población total de su área metropolitana, lo mismo que Tucumán, que es la quinta de Argentina, después de Buenos Aires, Córdoba, Rosario y Mendoza.
Filadelfia fue la ciudad con la mayor población negra de ese país hasta antes de la llamada “Gran Migración”, ocurrida entre 1910 y 1930, cuando casi dos millones de afroamericanos emigraron desde los estados del sur y del este hacia los del oeste norteamericano, escapando del racismo y en busca de un futuro más promisorio.
Hasta antes de la conformación del conurbano bonaerense, Tucumán era la provincia con más habitantes descendientes de los pueblos originarios del país.
Al igual que San Miguel de Tucumán, el diseño original de Filadelfia es un damero cuadriculado, algo poco usual en EEUU, y cuyos planos originales, de ambas ciudades, aún se conservan.
La ciudad más importante del Estado de Pensilvania fue además pionera en la industrialización estadounidense. Tucumán fue cuna de la primera industria argentina, la azucarera.
Las dos metrópolis fueron también centros culturales, del saber y semilleros de ideas revolucionarias en sus respectivos países y hogar de presidentes, pensadores, artistas y científicos ilustres.
Por su etimología de origen griego, Filadelfia significa “la ciudad del amor fraternal”, porque se fundó bajo el deseo de que fuera un centro de tolerancia política y religiosa.
Sobre Tucumán se discuten varios significados. Uno de ellos, el que investigó Nicolás Avellaneda, propone que quiere decir “cabeza de luz” o “cabeza luminosa”, por Tucu, que es luz -los indios le decían tucus a las luciérnagas- e imán, que significa cabeza.
Por su posición estratégica dentro de las trece colonias, Filadelfia fue epicentro de numerosas batallas libertadoras, lo mismo que le ocurrió a Tucumán antes, durante y después de 1816.
Por último, en Filadelfia se declaró la independencia de los Estados Unidos, el 4 de julio de 1776. Cuarenta años después se independizaba Argentina, también en Tucumán, un 9 de julio.
Las coincidencias siguen y no son casuales, porque ambos distritos fueron centrales en procesos históricos similares.
Hasta hace menos de un siglo, Argentina era para muchos países de América y también del mundo un ejemplo a seguir. Un modelo de nación que muchos querían imitar, como por ejemplo los canadienses. No vale la pena describir cómo está hoy Canadá y cómo está Argentina, ni mucho menos decir lo que hoy es Filadelfia y lo que es Tucumán.
¿Qué pasó? ¿Qué cambió tanto? Quizás la lejana punta inicial del ovillo de una respuesta tan compleja esté en otra de las teorías etimológicas sobre el significado de Tucumán. En su investigación -recuerda el historiador Carlos Páez de la Torre (h)-, Avellaneda también citó a otro autor, el doctor Larsen, quien afirmaba que Tucumán deriva de Tucuimán, que significa “frontera”, por cuanto Tucumán era efectivamente una frontera para el imperio de los Incas.
Tucumán de la frontera
Pero no sólo fue una frontera para los indígenas peruanos, sino que, si ponemos de cabeza el planisferio, fue y de alguna manera sigue siendo, la verdadera frontera norte del Virreinato del Río de la Plata, de la colonización cultural, económica y racial europea y, más aún, de su principal sucursal en Sudamérica: Buenos Aires.
No nos debe confundir el límite geográfico de los mapas, líneas caprichosas trazadas en base a disputas y acuerdos. La verdadera frontera entre la Argentina europea con la Latinoamérica indígena, profunda, es Tucumán. De hecho, todo el norte se llamaba Tucumán, e incluso intentó ser una república en el siglo XIX. De ese proyecto sólo sobrevivió su capital y sus alrededores, porque Tucumán es casi una ciudad/provincia, una gran metrópolis dentro de la provincia más pequeña del país. Batalló con todos sus vecinos y perdió casi todas las contiendas, de allí su actual territorio.
Las “bases” europeas
Que Tucumán haya sido la frontera norte de la colonización europea está demostrado en su industria fundacional, en sus universidades, en que fue cabecera religiosa de la región, por su economía directamente vinculada al puerto, y porque hasta hace no mucho fue uno de los centros militares más importantes del país.
En broma suele decirse que los tucumanos son “los porteños del norte”. Pero de broma tiene poco si se piensa que, a diferencia de sus vecinos, pacíficos y tranquilos, amigables, hospitalarios, el tucumano es altanero, soberbio, violento por naturaleza e historia.
Si repasamos la historia comprobamos que nos unen más las diferencias que las coincidencias y eso quizás tenga una explicación, mucho más profunda que la chicana política berreta, tan común en estos últimos años: carecemos de una identidad definida. Intentamos ser una república y acabamos siendo los más chiquitos. Traicionamos a todos nuestros vecinos en favor de Buenos Aires, que a su vez siempre nos menospreció por “cabecitas negras”.
Aún hoy, en 2015, hay porteños que preguntan si en Tucumán hay indios a caballo, como en las películas. Más allá de la falta de educación de esta gente, la ignorancia siempre se construye sobre el imaginario popular, y el imaginario porteño es ese.
No tenemos símbolos que nos representen, ni grandes monumentos, ni grandes avenidas, estadios o parques que nos hagan sentir orgullosos. Y el único símbolo que tenemos, maltratado y ninguneado por nosotros mismos durante décadas, es “la casita de Tucumán”. Así la conocen afuera, en diminutivo, chiquita.
Desde sus orígenes Tucumán fue muy importante, como ya dijimos, “el más grande del norte” del país en todo, pero pequeño también en todo, y sin identidad. Ni porteños ni norteños, ni europeos ni latinoamericanos.
Todas las ciudades importantes del mundo, y Tucumán sin duda lo es, tienen símbolos fuertes que los identifican, culturales y edilicios.
Eso es lo que hizo Filadelfia, se transformó en el gran referente de la independencia de los Estados Unidos, y de la libertad política y religiosa, y en uno de los centros académicos e intelectuales más relevantes de su país. Toda la ciudad respira independencia, museos, avenidas, plazas, espectáculos, en base a hechos reales y otros no tanto, recreados. El merchandising independentista de Filadelfia es impresionante, y en eso los norteamericanos son expertos.
No alcanza con un “Paseo de la Independencia”, que es sólo una peatonal de dos cuadras. Toda la ciudad debería respirar historia libertadora.
Un cura loco
Hace unos años, durante una reunión a propósito de los proyectos para el bicentenario de la Independencia, que se celebra el año que viene, un cura propuso construir una torre de hierro sobre la avenida Mate de Luna, a la altura del parque Avellaneda, tipo Eiffel pero bastante más chica, que los autos pasen por abajo, que tenga distintos niveles de miradores, con referencias históricas de la ciudad, entre otras cosas, y que se llame “Torre de la Independencia”.
Su idea incluía todo un paseo histórico y turístico alrededor de la torre, ya que además del parque, que podría ser temático, la Municipalidad cuenta con importantes terrenos en la zona. Más allá de que se pueda estar o no de acuerdo con el proyecto, el objetivo era crear un símbolo importante, un ícono referencial y representativo, para comenzar a construir la identidad que ha perdido Tucumán.
Puede haber decenas de proyectos como este o mejores, el problema es que si nuestros dirigentes no piensan en grande, con ideas revolucionarias y trascendentales, mucho menos lo hará la gente. Si en la cabeza de los funcionarios hay sólo cordones cuneta y familiares acomodados en algún carguito, difícilmente podamos ser otra cosa que la que somos.
Construir una identidad, llena de orgullo y emociones, genera los vínculos necesarios para unir a una sociedad dividida desde hace décadas. Un pueblo sin identidad no tiene futuro y esa es la base para intentar volver a ser la Filadelfia argentina.