La dicotomía que enfrenta lo legal con lo legítimo asomó con fuerza en Tucumán desde la madrugada del lunes 24 del mes pasado. El oficialismo afirmaba que había ganado la elección -cosa que luego fue confirmado por el escrutinio definitivo-; es decir, estribaba sobre la legalidad del resultado. Pero la oposición denunció que el proceso comicial había sido fraudulento. Y, en paralelo a estas planteos -primero, mediáticos; luego, formalizados en la Justicia-, un sector importante de la ciudadanía llenó la plaza Independencia en reclamo de transparencia. En los hechos, esto sembró de dudas la legitimidad del futuro Gobierno, aun cuando la Justicia ratifique los guarismos que arrojó el conteo final.

El caso cordobés

La confrontación de los dos conceptos no es nueva en política. En 2007, Córdoba vivió un caso muy similar al comarcano. El escrutinio provisorio ubicaba primero a Juan Schiaretti por sobre Luis Juez, pero por poco más de un punto. Este acudió a la Justicia para denunciar fraude y reclamó la apertura del 100% de las urnas y el conteo voto por voto. En la capital, donde Juez había ganado, multitudes marcharon en repudio a lo que calificaban como comicios fraudulentos. Afirmaban que las trampas se habían dado especialmente en los pueblos y ciudades del interior, donde se registraba una amplísima diferencia en favor de Schiaretti. La Junta Electoral provincial accedió a abrir 711 urnas, que presentaban defectos de forma en las actas de escrutinio; sin embargo, en aquella elección se habían usado 6.153 urnas. El máximo Tribunal de Córdoba rechazó el pedido de elecciones complementarias en las mesas anuladas, elevado por el juecismo.

Schiaretti, finalmente, fue proclamado gobernador. Pero la forma en que llegó al poder le dejó una marca de ilegitimidad. Precisamente, una de las acciones de su Gobierno fue impulsar, de manera inmediata, una fuerte reforma electoral. Esta implicó, en esencia: la eliminación de las llamadas “sumatorias” -la versión cordobesa del sistema de acoples-; la puesta en vigencia de la boleta única de papel -uno de los métodos de votación menos cuestionados, que erradicó el flagelo del robo de votos-, y la prohibición de las dobles candidaturas. Además, impulsó la propaganda electoral a cargo del Estado, y el financiamiento a los partidos políticos que participaban de las elecciones. Acaso a raíz de estas reformas, la mancha de ilegitimidad no resultó indeleble: el 5 de julio de este año, Schiaretti fue electo otra vez como titular del Poder Ejecutivo de Córdoba, por más de 110.000 votos, sobre Oscar Aguad, candidato de la alianza que lideraba la Unión Cívica Radical, y que incluía al PRO. La elección, en esta ocasión, no fue cuestionada ni judicializada.

LA GACETA consultó especialistas de diversas áreas para que opinen sobre la tensión legalidad/legitimidad (Ver aparte), que se está dando actualmente en Tucumán: el sociólogo Héctor Caldelari, la ex decana de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Tucumán, y miembro de la Academia de Ciencias Morales, Políticas y Jurídicas, Judith Casali de Babot, y el rector de la Universidad San Pablo-T, el doctor en Ciencias Políticas Juan Pablo Lichtmajer.

PUNTO DE VISTA I | Héctor Caldelari - Sociologo
La dicotomía afecta todo ámbito

A comienzos del siglo XX, Max Weber avanzó en su análisis de las estructuras de dominación de las sociedades humanas, buscando establecer aquellas condiciones que permitían pasar del dominio basado en la fuerza desnuda, a la regulación de las relaciones sociales a través de la convicción por parte de quienes en estas relaciones participaban -o al menos de la mayor parte de ellos-, de que los derechos que se les concedían y las obligaciones que se les imponían eran justos y de que quien/es así lo decidía/n estaban autorizados a hacerlo sobre la base de algún criterio aceptado (carisma, tradición, ley preexistente). Es decir: reemplazar el poder por la autoridad; la ley basada en la coacción por la ley basada en el reconocimiento de quienes a ella se someten, en la legitimidad. Es posible concebir, al menos como mito, que en sociedades relativamente pequeñas y simples este cambio llevara a que legal y legítimo llegaran a ser sinónimos.

Sin embargo, en sociedades cada vez más grandes, y cada vez más segmentadas y diferenciadas, en las cuales las redes de relaciones orgánicas y funcionales que unen a sus integrantes son percibidas cada vez con menor claridad, esta identidad se rompe, y el reconocimiento de la legitimidad de la autoridad, por parte de distintos sectores sociales -tanto en lo referido al ejercicio de la autoridad como a los medios para obtenerla- varía ampliamente. Entre otras consecuencias, puede verse en nuestro uso diario, en el discurso político y en el discurso de las humanidades y las ciencias sociales, que aspiran a dar cuenta de la vida de estas sociedades, que legitimidad y legalidad han llegado a referirse a conjuntos que, aunque no sean disjuntos, difieren de modo creciente: cada vez más ni todo lo legal es legítimo ni todo lo legítimo es legal. Y esta diferenciación se ha extendido hasta afectar a todos los ámbitos de la vida humana.

Una observación final. Llama la atención que las autoridades que regulan nuestra lengua no señalen, aún hoy, prácticamente diferencias entre legal y legítimo. En efecto, el Diccionario de la Real Academia indica que Legal significa “prescrito por la ley y conforme a ella”, mientras que Legítimo es “conforme a las leyes, lícito”. Quizás esta falta de diferenciación sea supervivencia de esa visión nostálgica, por cierto no desinteresada, de los míticos tiempos pasados en que los sistemas normativos que regían una sociedad merecían, sino el apoyo, al menos la aceptación de todos sus integrantes.

PUNTO DE VISTA II - Judith Casali de Babot - Academia Cs. Morales, Políticas y Jurídicas
Dos sustentos de la democracia

En estos tiempos turbulentos para la política experimentamos una nostalgia por la verdadera democracia, y tratamos de explicarnos cómo recuperarla. Esa búsqueda nos lleva hacia los conceptos de legitimidad y legalidad. Jean-Marc Coicaud define legitimidad como el reconocimiento del derecho de gobernar. La legitimidad refiere a la titularidad del poder, a los valores políticos, al consentimiento y al consenso y, en última instancia, al derecho, a la ley. Esto es sustancial para una sociedad democrática y republicana, porque su desviación la afecta: ¿qué sería de nuestras vidas si la ley dejase de ser igual para todos, o si se manipulase la Justicia? Se produciría el debilitamiento -cuando no el quiebre- de la confianza en los gobernantes. Y aunque es difícil hoy que el pueblo sustituya violentamente un Gobierno, la alternativa de otra opción por el voto puede ser signo de ese cambio anhelado. De allí la importancia de una elección libre y transparente, único modo de expresión si se conserva la fe en la democracia y se la quiere proteger de los abusos del poder.

La legalidad alude al ejercicio del poder. Todos los órganos de Gobierno están sujetos a la ley, incluso el Poder Ejecutivo, que despertó y despierta tanto recelo ya que es proclive a la arbitrariedad.

La Historia da numerosos ejemplos que nos remiten a la pregunta sobre si puede existir la legalidad sin legitimidad y a la inversa. Uno es el ataque sutil a la libertad de expresión. El discurso político de un Gobierno legalmente constituido puede lograr mediante la prensa no solo convencer, sino llevar a hacer. En épocas recientes, la indiferencia en Francia y su descreimiento en el sufragio hicieron que Jean-Marie Le Pen, candidato de la derecha radical (con ideas de racismo, xenofobia y ataque a la democracia), casi llegue al poder por el voto. Su elección habría sido “legal”, pero acaso ilegítimas sus posteriores acciones políticas por la violación de valores democráticos y republicanos. Y se puede llegar al poder o sostenerse en él por actos ilegales, aunque el origen haya sido una elección: el caso nazi.

Ahora bien, resulta inconcebible el Estado de derecho contemporáneo basado en una pura legitimidad, sin “un anclaje en la legalidad”. Me parece necesario para concluir relacionar brevemente lo anterior con el tema de la democracia; la cual se sustenta indefectiblemente en la legalidad y en la legitimidad.

PUNTO DE VISTA III - Juan Pablo Lichtmajer | Dr. Cs. Políticas - Rector de univ. San Pablo-T
Es necesario suturar la fisura

La continuidad de Gobiernos electos por el voto popular es la mayor conquista de la Argentina actual. Debemos defenderla. La democracia mejora con más democracia, nunca menos. Decir que la democracia engendra mal Gobierno es irresponsable y peligroso. No hay mejor forma de Gobierno. La legalidad de una elección deriva del cumplimiento de las leyes vigentes. Las irregularidades están penadas por estas. Según este criterio, la elección en Tucumán fue legal, y las irregularidades fueron penadas o están en proceso de serlo.

La legitimidad tiene dos facetas. Legitimidad de origen: se refiere a la obtención de la mayoría de los votos por el ganador. Esto se cumplió. La legitimidad de ejercicio es posterior a la elección y se relaciona con el respaldo de la ciudadanía al Gobierno. Aquí radica el gran desafío: la construcción de una legitimidad de ejercicio que suture la fisura comunitaria, garantice la gobernabilidad y la paz social. Esta tarea es colectiva, necesita de los representantes y de los representados. La democracia se defiende por métodos pacíficos, el voto y la participación; el escrache y toda violencia la perjudican.

La elección en Tucumán fue contundente en su resultado, legal en su forma y legítima en su desarrollo. No obstante, la oposición se negó a reconocer el resultado, intentó deslegitimar su desarrollo y judicializó los comicios. Les cabe una responsabilidad mayor en arrastrar a la ciudadanía a un estado de incertidumbre y desquicio institucional. Incluso perjudicaron a votantes y dirigentes de su propio espacio, cuyo silencio es llamativo. La dirigencia debe, llegado cierto punto, privilegiar el sistema por sobre los intereses de las partes.

Fue una elección con incidentes, pero no hubo fraude. La quema de urnas, un escrutinio lento, prácticas clientelares y un sistema de acoples rebuscado empañaron la elección. Esto requiere acciones de la Justicia, para castigar a los inadaptados que quemaron urnas; del Poder Legislativo, para modificar el sistema electoral; de los entes de contralor, para verificar el escrutinio, y de la sociedad, para erradicar las indignas prácticas clientelares.

Nada justifica desoír la voluntad popular. La anulación de una elección sienta un precedente perjudicial para el sistema. Tampoco cabe promover una visión discriminatoria del voto, atribuyéndoles racionalidad a algunos y descalificando a otros. Eso es antidemocrático. La democracia es para todos o no es para nadie.