Es sabido que la democracia no es sólo elecciones. Es mucho más que eso. Una democracia supone un gobierno electo por el pueblo; una administración que adquiere legitimidad por la fuerza de la voluntad popular. Como dijo alguna vez el filósofo Karl Popper (1902-1994), “la votación es una estrategia no violenta para sacudir una mala administración”. Es, incluso, hasta una religión, a decir de Paul Auster. Sin embargo, a meses del Bicentenario de la declaración de la Independencia, ese ideal tan largamente acariciado sigue estando lejos. Porque, seamos sinceros... votar, votamos. En los últimos treinta años todos los gobiernos que tuvimos -para mal o para bien- provinieron de las urnas. Sin embargo, el proceso electoral en nuestro país sigue viciado de degradaciones imposibles de ocultar. Lo que pasó -y sigue pasando en Tucumán- es un claro ejemplo de esta democracia mal entendida. De gobiernos que no asumen que el fondo de la cuestión es la voluntad de todos los que van a ser gobernados y no sólo de aquella porción que resultó ser más hábil a la hora de instrumentar fraudes y trampas durante el trance electoral. Y, mientras este sistema no cambie, no se vuelva más transparente e higiénico, no podremos avanzar como sociedad. Eso está claro. De hecho, hemos vivido una década de prosperidad económica que hubiera podido derramarse hacia todos los sectores sociales si no hubiera sido despilfarrada en el ejercicio de una política barata, en proyectos inauditos jamás concluidos, en campañas obscenas y en programas sociales que no han dado los resultados esperados. Conclusión: hoy seguimos teniendo un alto nivel de pobreza (que afecta a 4 de cada diez chicos según la Universidad Católica Argentina), una inflación que galopa sobre un dólar desbocado, índices delictivos que crecen al mismo ritmo que el costo de vida y una educación que ya roza niveles humillantes. Claro que hubo algunos avances -justo es reconocerlo-; pero esos avances han sido magros si se considera al conjunto, porque -como dice Alain Touraine- “las chances de desarrollo dependen hoy más de las condiciones políticas y sociales que de las condiciones económicas”. Por eso, sin un blanqueo ético; sin un baño moral no habrá posibilidad de avance. Ahora que la buena racha ha terminado y que estamos enfrentados nuevamente a la dura competencia de los mercados, se hace más imprescindible que nunca no sólo la seguridad jurídica y la estabilidad política, sino -sobre todo- la legitimidad absoluta de los que van a gobernarnos en los próximos años. Eso es precisamente lo que viene pidiendo desde hace una semana esa multitud que clama en la plaza Independencia: un cambio. Un cambio hacia la justicia y el bien común; hacia la entrega y el servicio. ¿Es posible? Una leyenda del Mahabharata (el texto épico de la India escrito en el siglo III), nos dice que si. Ese texto cuenta la historia de un rey de quien todos decían que era el más justo de la Tierra. Un día, estando en los jardines de su palacio, una paloma cayó sobre su muslo para pedirle ayuda. Pero un delgado halcón que se posó en una rama vecina le advirtió que esa paloma era suya y que se la debía entregar. El rey se negó, con el argumento de que no se entrega un animal asustado a su enemigo y el halcón le dijo que si era el más justo de la tierra no podía negársela, pues sólo esa paloma le permitiría aplacar su hambre: ¿acaso los halcones no se alimentan con palomas? El rey, turbado, reconoció que tenía razón, y le ofreció canjear aquella paloma por lo que quisiera: un buey entero, todo su ganado... todo su reino. “Sólo aceptaría una cosa”, le contestó el halcón. “Si sientes tal amor por esa paloma corta un trozo de carne de tu muslo derecho, del mismo peso que esa paloma, y dámelo”. Sin dudarlo un instante, el rey se cortó un trozo de su muslo derecho, y mandó que le trajeran una báscula, pero el peso de la paloma sobrepasaba el de la carne. Se cortó otro trozo y la báscula seguía sin moverse. El rey se cortó el otro muslo, los brazos, el pecho... toda su carne. Al final, cuando sólo era un esqueleto sangrante, se subió él mismo sobre el platillo, y la báscula seguía fija. El cuerpo de la paloma era más pesado que el del rey. “Hemos venido hasta aquí para conocerte, la paloma y yo”, dijo entonces el halcón. “A ti, de quien se dice que eres el hombre más justo del mundo. Ahora comprobamos que lo eres”. Y las dos aves echaron a volar juntas.
La alegoría es simple: nuestros políticos ¿son así de justos? ¿Pueden pensar sobre todo en el pueblo, sin importar lo que ellos tengan que entregar? ¿Pueden ser tan justos como para oír la voluntad de los que no tienen voz pero sí voto? El pueblo que se manifiesta en la plaza es como esa paloma del cuento y el Estado, el rey. ¿Cuánto está dispuesto a dar el Estado para lograr el bienestar de ese pueblo que clama? ¿Qué hará para defender a la paloma de los ataques del halcón simbolizado en los políticos sin escrúpulos que pisotean la democracia como si fuera una alfombra sucia?