“Que tus elecciones reflejen tus esperanzas, no tus miedos”, proclamó Nelson Mandela en la Sudáfrica donde, durante prácticamente todo el siglo XX, una abrumadora mayoría de la población sabía más de temores que de expectativas.
En este sábado de veda electoral, previo a la primera de las tres elecciones que afrontarán los tucumanos este año (y pueden ser cuatro si las presidenciales deben definirse mediante una segunda vuelta), ese verdadero mandamiento civil dado a la humanidad por un hombre injustamente encarcelado durante 27 años, que ya en el poder postuló la reconciliación y no la revancha, es un imperativo categórico para esta comunidad. Hay que votar, precisamente, haciendo votos por los valores y no invocando lo disvalioso.
Votar a instancias del miedo (ese sentimiento que, cuando impera de manera colectiva, embaraza a las sociedades de odios fríos) no traerá mejores gobiernos. Ni para los opositores ni para los oficialistas. Sufragar por un postulante por temor a que pueda ganar su adversario no va a desembocar en ningún acierto, cuanto menos, por una doble lógica. Por un lado, si no se siembra un gobierno abonado por valores, no serán valores lo que se cosechará. Por otro, votar a uno para que no sea otro es el ser del no ser. Y, desde Parménides de Elea, el “ser no ser” no es.
Los unos
El ciudadano que resuelva votar por un candidato opositor no debiera tomar esa decisión a partir del temor por la continuidad del oficialismo, sino sobre la convicción de que el postulante al que le dará su sufragio tiene valores políticos (la idoneidad) y éticos (la lícita prosperidad y no el enriquecimiento ilícito) con los cuales forjar un país y una provincia mejor. En la teoría, elegir apostando por los valores de uno, en lugar de hacerlo pensando en los disvalores de otro, puede parecer sutil; pero en la práctica, las diferencias resultan ser groseramente constrastantes.
El acto de poner en el sobre la boleta de una agrupación con una plataforma de Gobierno que se considera conveniente, y que además se presenta convincente porque los integrantes de la lista parecen ser probos, es lo más parecido a la normalidad. Todo lo contrario a meter en el sobre la papeleta de un partido con la sola intención de propinar una derrota a otro, porque entonces poco importa lo que el próximo gobierno vaya a hacer; y nada interesa la calidad de los futuros hacedores. En otras palabras, ¿dónde está el triunfo en el reemplazo de aquellos que gobiernan con políticas y valores que no se comparten por aquellos que se presentan como sus adversarios, pero que también proponen políticas y valores que no se comparten? Pirro de Épiro venció a los romanos, pero a un costo tal que, según la leyenda más que la historia, proclamó: “otra victoria así y volveré solo a casa”.
No hay normalidad en el hecho de elegir como representante a quien nunca sería presentado en la mesa familiar a compartir una comida. Tampoco la hay en la circunstancia de escoger, para que gestione los dineros del pueblo, a alguien a quien jamás se le confiaría la administración del patrimonio privado.
Si lo que se quiere es una alternativa, hay que seleccionarla sobre la base de las bondades que ofrece. Si resulta que el espacio opositor escogido, y los dirigentes que lo encabezan, no poseen los valores que reivindica el elector, aún se está a tiempo de buscar a otro que sí los encarne. Porque la locura -pretenden que pretendía Albert Einstein- radica en la disparatada intención de obtener resultados diferentes aplicando los mismos métodos.
Los otros
La idea es la misma para quienes vayan a respaldar al oficialismo, aunque la materia es otra. Apoyar la continuidad de un signo político en nombre de los derechos que ha establecido o que ha reivindicado, así de las obras que ha concretado, es lo más parecido a legitimidad. En todo caso, un problema medular de la oposición es no comprenderlo. Un camino seguro para perder elecciones es creer que quien vota por el adversario está equivocado. Sí hay razones para votar a otro, por lo que la cuestión pasa por brindar al elector mejores razones.
Contrariamente, votar por el oficialismo haciendo primar el miedo a perder beneficios estatales es, en las clases que no son pobres, una indignidad; y en las clases despojadas, una injusticia.
En ambos los casos, la perversión de votar en nombre de este miedo entraña el inconmensurable peligro de la banalización del derecho. En el de las clases medias y altas, porque si esas ventajas estatales son bien habidas, el miedo a perderlas las pervierte, porque las convierte en favores. El Estado no es un gobierno, sino que todos lo somos. Y cuando un gobierno cree que lo que es de todos en realidad es de él, llega la hora de la lucha por el derecho. Por algo, advirtió Rudolph von Ihering, la efigie de la Justicia tiene una balanza en una mano y una espada en la otra.
En la circunstancia de los tucumanos pobres, el miedo a perder la asistencia estatal es el pavor a no poder subsistir. Para el menesteroso es menester sobrevivir. Nadie tiene derecho a inculcarles el temor a quedarse sin eso que legítimamente les pertenece, porque de lo contrario se les está negando el derecho a la ciudadanía y se los está reduciendo a la condición de clientes.
“El clientelismo se sitúa en el origen del concepto de clientela romana”, enseña la Cámara Nacional Electoral en el fallo “Polino”, en 2005, a instancia de una denuncia por compra de votos en una interna del socialismo en la Capital Federal. “Designaba a un conjunto de relaciones de poder, dependencia política y económica, que se establecía entre individuos de estatus desiguales, basadas en el intercambio de favores”. Para dar un ejemplo, en Roma la propiedad era quiritaria, es decir, sólo correspondía a los quirites, a los ciudadanos romanos plenos. Así que quienes no lo eran y querían tener una casa, debían ganarse el favor de un ciudadano pleno que los incluyera en su clientela: a él le entregaban su dinero y él compraba la vivienda, la ponía a su propio y nombre y le permitía al cliente habitar en ella.
“En las sociedades modernas, las relaciones clientelares han logrado sobrevivir y adaptarse, tanto frente a la administración centralizada como frente a la estructuras de la sociedad política -alerta el tribunal electoral-. El concepto general de clientelismo político está acotado en nuestra sociedad a una mera permuta de favores entre jefes partidarios y potenciales electores provenientes en su mayoría de clases bajas y desamparadas. Sin embargo, la lógica del poder que responde a su raíz profunda va más allá de un simple intercambio de mercaderías por votos. El esquema desplegado es mucho más complejo; en última instancia, el resultante final de una larga cadena”.
La complejidad aludida es que, mientras en la antigua Roma la dependencia económica y política estaba ligada a una desigualdad en el estatus jurídico, en la moderna subtropicalidad, está dada por una desigualdad en el estatus económico. El cliente, en esta provincia, no depende de su jefe para acceder a una propiedad sino, tan sólo, para seguir comiendo. Votar en favor de eso alentado por el miedo equivale a votar para que siempre sea así.
De allí que el clientelismo es, por historia y por naturaleza, imperdonablemente antidemocrático. Porque la democracia presupone que elector es libre. “Las prácticas clientelares, entre las que se encuentra la denominada ‘compra de votos’, conspiran contra la expresión de libre voluntad, presupuesto indispensable del ejercicio del sufragio”, ratifica el fallo “Polino”.
Lo inadmisible
Votar con miedo es votar sin libertad. El que sufraga a uno por temor a otro no es dueño de su elección sino esclavo de su temor. No es semántica: abandonar la posibilidad de escoger al que se considera mejor candidato para la circunstancia histórica en que llega la elección y optar por el que simplemente garantice que otro no llegue es el síntoma más inequívoco de que la sociedad está en problemas. Y en unos muy serios. Toda oferta electoral puede ser cuestionada, pero si resulta ser inadmisible, la comunidad tiene que haberse equivocado mucho como para que esa posibilidad haya alcanzado el grado de oferta electoral.
Luego, si lo “inadmisible” no aplica a una oferta sino a varias, la situación deviene crítica. Y lo que esa crisis hace es denunciar que la multiplicación de ofertas inadmisibles es el resultado de que votar por los disvalores se ha convertido en una conducta tan crónica. Hasta el punto de haber sido naturalizada. Si el pueblo, a la hora de sufragar, no opta por los valores, tarde o temprano los candidatos advertirán que resulta inútil enarbolarlos.
Finalmente, la democracia se verifica no en el acto de votar sino en el hecho de sufragar libremente. Sin libertad no hay democracia porque la democracia es libertad. Es decir, no se puede sacrificar la libertad en aras de la presunta supervivencia de la democracia porque, en realidad, lo que se sacrifica es la democracia misma. No importa cuál sea el resultado.