Al igual que la novela de John Green en la que está basada, “Ciudades de papel” interpela a los adolescentes. Tal vez por eso los adultos no existen durante casi dos horas de película, lo que de por sí torna inverosímil la historia. “Mamá, me llevé el auto. Me voy a Nueva York y vuelvo en dos días”, anuncia Quentin -alumno de secundaria- por teléfono. Eso sí: hay que quedarse tranquilos porque los chicos son sanísimos. Ninguno fuma, ninguno se droga, son todos vírgenes y andan por la vida declamando recetas de autoayuda. Salvo Ben (Austin Abrams), el gracioso del grupo, que de golpe se intoxica con alcohol en una fiesta y a los 10 minutos está joya. Además, se permite confesar sus fantasías sexuales con la mamá de Quentin. En fin.
Se supone que “Ciudades de papel” habla de descubrimientos, de viajes iniciáticos, de romances y de amistades indestructibles. Margo (Cara Delenvigne, con permanente expresión de qué rebelde que soy) se fuga una y otra vez de su casa, mientras lee a Walt Whitman (no a John Green). Por suerte para ella, se instala a 2.000 kilómetros de su casa a reflexionar sobre la vida sin que le falte la plata. A buscarla marcha el enamorado Quentin, acompañado por los inseparables Ben y Radar, y a las chicas que se suman a la aventura. En el camino casi se matan. Puede pasar.
Scott Neustadter y Michael H. Weber escribieron este guión plagado de citas pretenciosas y diálogos imposibles. Un universo tan irreal, imposible y tramposo que se permite metaforizar desafortundamente a Herman Melville. Es la misma dupla que había adaptado “Bajo la misma estrella” -otro best-seller de Green-, donde habíamos visto a Nat Wolff (Quentin).
El problema de fondo de “Ciudades de papel” es la impunidad con la que subestima a su público. Entre tanto lugar común y declamaciones sobre el deber ser, lo emocionante deviene pomposo y, al final, aburrido.