En 2007, Roger Federer “tenía claro” que su sucesor era Rafael Nadal, aunque el español, en rigor, ya sentía el peso de Novak Djokovic. Federer, cuenta el periodista Sebastián Fest, en su gran libro “Sin red”, tenía ya largas charlas con Nadal para unificar puntos sobre la organización del circuito con el hombre a quien, imaginaba, terminaría cediendo su corona. Ocho años después, el torneo de Wimbledon que concluye hoy en Londres nos avisa que, como alguna vez ironizó un historiador, “el pasado se nos vuelve cada vez más impredecible”.

Nadal, de flamantes 29 años, décimo en el ranking, dos veces campeón y otras tres finalista, cayó en segunda rueda ante un número 102 del mundo de 30 años, con poco pasado lustroso y poco futuro también, claro. Federer, profesional desde hace 17 años y al borde de los 34, segundo del ranking, juega hoy su final número 10 y buscará su octavo título en el más tradicional de los torneos del tenis mundial, su Grand Slam número 18.

Es cierto, hay quienes recuerdan que Nadal había fracasado en 2005 en Wimbledon luego de ganar Roland Garros. En 2012 cae en segunda ronda ante Lukas Rosol, después de conquistar su séptimo título en París y de caer en octavos en 2014 tras defender otra vez con éxito su título en Francia. Y advierten que inició 2015 con triunfos en Buenos Aires y en Stuttgart. Un 2015, sí, que incluye 12 derrotas en arcilla. Y que, supuestamente recuperado de los tormentos físicos de los últimos años, exhibe ya no un saque deficitario, al fin y al cabo, un golpe siempre débil del español, igual que la volea. La derecha fue siempre su mejor tiro. El que lo llevó a la cumbre, a ganar 14 títulos de Grand Slam (siempre al menos uno en 11 temporadas seguidas, tres en una temporada en tres superficies distintas), Masters 1000, oro olímpico y Copa Davis. El propio Nadal admitió alguna vez que, sin esa derecha, podría ser un jugador normal. Y la derecha no corre como antes. “Rafa”, es cierto, está siendo un jugador normal en 2015.

Nadal se fue este año de Roland Garros acalambrado y hasta pidiendo una ambulancia. Se cansa antes. Se lo ve más tenso e inseguro con su cuerpo de gladiador. Hay un tramo imperdible del libro que Fest publicó este año en Buenos Aires cuando compara a Nadal y Federer. La fabulosa ex tenista Chris Evert le dice que el primero es un guerrero y el segundo un artista, una simplificación porque el español no pudo llegar donde llegó sin tener además una gran técnica y porque el suizo agregó esfuerzo a su magia. Pero ya en 2005, cuando ganó la final de Roland Garros a Mariano Puerta, Nadal supo que no podría jugar siempre con tanto desgaste físico. El cuerpo ya le daba señales ese mismo año, cuando él tenía apenas 19 en el documento de identidad. Tal fue así, cuenta Fest, que Nadal hasta pensó que los dolores en las rodillas lo obligarían a un retiro forzado e imaginó que entonces sería golfista. “Porque el mayor enemigo en la carrera de Nadal -añade Fest- no fue Federer ni Djokovic. Fue su cuerpo”.

Y si hoy Nadal corre hasta el final, porque siempre fue un luchador, la potencia de sus golpes no es la misma. Hay quienes creen que lo que precisa el nuevo Nadal, como señal de renovación luego de un desgaste acaso inevitable, es cambiar a su tío Toni, entrenador de siempre, y contratar a un nuevo coach. Lo hizo el propio Federer, que en 2014 también cambió raqueta (de 90 a 98 pulgadas) y además tiene nuevo preparador físico. “No tiren la toalla, advierten quienes conocen a Nadal. Y dicen que “Rafa” no es justamente como Bjorn Borg, el sueco que ganó todo pero se cansó del tenis a los 26 años. Borg sobrevivió a algún intento de suicidio. Tuvo vueltas frustradas. La TV lo mostró toda esta semana en las tribunas de Wimbledon, título que ganó cinco veces. Más que Borg, Nadal, avisan sus amigos, es Jimmy Connors, el formidable tenista estadounidense que siguió batallando hasta viejo y que resurgió inclusive como un gran campeón a los 39 años. Viejo león de otros tiempos del circuito. Tiempos en los que era inconcebible una relación tan amistosa y cordial entre el número uno y el número dos. Como la que, pese a la rivalidad, tuvieron casi siempre Federer y Nadal.

Federer, si bien renacido número 2 del mundo, cuando algunos años atrás algunos ya vaticinaban el ocaso, no gana en realidad un Grand Slam desde 2012. Pero el viernes pasado, cuando demolió en tres sets a Andy Murray, jugó una semifinal “majestuosa”, según la definió la BBC, uno de los mejores partidos de toda su carrera, como admitió el mismo Federer. Llegó a la final tras perder apenas una vez su saque en lo que va del torneo y luce un revés con top spin cada vez más sólido, mejor inclusive que la derecha. Y está en su casa. Porque Wimbledon es su casa. Hay otros motivos para no darlo por derrotado pese a que Djokovic asoma hoy como favorito: al borde de sus 34 años, como dijimos, Federer sigue jugando sin siquiera transpirar. Sin agotarse inclusive en partidos de cinco sets. Sin abandonar por lesiones. Siempre coordinado. En la posición correcta. Siempre yendo hacia la pelota. Devolviendo con rapidez inaudita, que no permite siquiera respirar al rival. Y saliendo bien hasta en las fotos. Casi como el violinista de frac con el que lo dibujó el diario Le Monde años atrás, en una historieta en la que Nadal, en cambio, era un cavernícola con garrote, un “instrumento” distinto, que no suena, decía el texto, pero que sí “destruye”. El estilo Federer lo graficó acaso como nadie el tenista español Feliciano López. Roger, dijo López, “no corre, flota”.

Hoy encuentra en la final al jugador que, justamente, mejor se desplaza en todas las superficies, lo que lo hace el tenista más efectivo del circuito, el número uno. Djokovic, 28 años, bicampeón de Wimbledon, luce recuperado del golpe durísimo que le significó haber perdido la última final de Roland Garros ya no ante Nadal, y menos aún contra Federer, sino contra otro suizo, Stanislas Wawrinka. Fue durísimo porque era su gran objetivo. El alemán Boris Becker, otro de los viejos tiempos, discreto en arcilla, es su nuevo entrenador. Hace 30 años, con apenas 17 de edad, Becker se convirtió en 1985 en el campeón más joven de Wimbledon, donde volvió a ganar en 1986 y ’89. Sabe lo que es ganar en Wimbledon y dice amar al All England Club casi más que Federer. A diferencia de lo que le sucedió en París con Wawrinka, “Nole” tiene hoy enfrente al suizo conocido, al que le ganó ya 19 veces y está a uno de igualarlo en enfrentamientos personales. “Nole”, cuenta Fest en su libro, es el tercero incómodo, un cuerpo extraño en el reinado que compartían Federer y Nadal. Y con libreto propio, riéndose hasta a veces de modo exagerado de todo, incluidas imitaciones de compañeros que no han caído bien a algunos, acaso necesitado por un duro pasado en Serbia de caer siempre bien y de seducir para ser querido. “En un show de magia -lo define la periodista Lauren Collins en ‘The New Yorker’-, Djokovic moriría por subir al escenario”.

El escenario, cuál mejor sino, será hoy Wimbledon, donde ayer Serena Williams repitió título ante la revelación venezolana-española Garbine Muguruza. Y Djokovic, efectivamente, deberá apelar a lo mejor de su magia ante un Federer que luce perfecto como si el tiempo no existiera. Como si el tiempo existiera sólo para su amigo Nadal. Y para todos nosotros, el resto de los mortales.