La violencia contra la mujer -en todas sus formas- es una de las realidades más preocupantes de nuestra sociedad. Y las estadísticas lo ratifican. La Oficina de Violencia Doméstica (OVD) que funciona en el Palacio del Poder Judicial, por ejemplo, recibe 13 consultas cada día. Si a ese número se suman las 10 denuncias diarias que ingresan a la división Violencia de Género de la Policía, además de las víctimas que acuden a otras instituciones y de las que no se animan a hablar, el número de afectadas es realmente alarmante. Claro que la violencia de género no es un tema que afecta sólo a Tucumán. En la Argentina muere una mujer cada 31 horas por femicidio, una cifra bastante mayor que en Chile y Uruguay, dos de los países latinoamericanos cuyos guarismos en este tema son realmente bajos. Atendiendo a esta realidad, la Cámara de Diputados de la Nación aprobó con media sanción una ley que incorpora la figura del femicidio o feminicidio. Los motivos que los legisladores invocan para la redacción de esta ley son atendibles y justos, pero habría que pensar si los problemas derivados de la violencia de género podrán empezar a resolverse únicamente con el imperio de una ley. Porque el flagelo tiene muchas aristas y ramificaciones. No sólo es producto de un antiguo y arraigado machismo que sigue afectando a una buena parte de nuestra sociedad, sino que también está vinculado a cierta flaccidez del Estado en materia de prevención y asistencia.
El inciso cuatro del artículo 80 del Código Penal define al femicidio como “un crimen contra una mujer cuando el hecho fuera perpetrado por un hombre y mediara la violencia de género”. Conviene recordar al respecto que el inciso primero del mismo artículo establece prisión o reclusión perpetua para los casos de homicidio agravado por el vínculo. Por eso mismo, el problema de la violencia doméstica requiere de un abordaje multidisciplinario, donde lo jurídico es sólo una parte. “La persona no soluciona su problema con una medida judicial; también necesita una asistencia económica, de vivienda y de alimentos”, aseguró días atrás la psicóloga Marta Palazzo, a cargo de la Oficina de Violencia Doméstica. Y, en este sentido, aclaró que es muy difícil frenar a un marido, novio o ex pareja violento. “Creemos que una medida judicial lo para y no es así. Cuando el agresor tiene la intención de hacerlo, va a cumplir con lo que esa mente enferma le ordena. Hubo casos en los que, incluso con custodia policial, se escabulló y la mató”, alertó. Ante ese riesgo, consideramos imprescindible un trabajo estratégico y articulado con dependencias de los tres poderes del Estado. No basta con que el problema se visualice. También es importante desarrollar campañas en los medios de comunicación advirtiendo sobre este problema, abrir refugios para las mujeres amenazadas pero, sobre todas las cosas, es decisivo que en las escuelas los niños aprendan desde la primera edad nociones y prácticas de respeto e igualdad entre los géneros, que incluyan la sexualidad. Y, sobre todo, hay que desterrar de una vez por todas esa idea demagógica tan difundida de que si se aumentan las penas se podrán reducir problemas sociales. La lucha contra la violencia de género -y también contra todo tipo de violencia-, reclama de políticas públicas inteligentes, equilibradas y modernas que incluyan pero que no se agoten en la sanción penal.