Algunos apuntes, al cabo de casi dos horas de “Terremoto: la falla de San Andrés”:
- Qué suerte tuvo la ex esposa de Dwayne Johnson. El terremoto la agarró en el último piso de un edificio y él justo andaba por la zona en helicóptero.
- No se puede avanzar por la ruta a causa de una grieta gigantesca. Pero no hay problema: en medio del desastre el héroe se topa con un piloto varado en el camino, ¡que le presta su avión! ¡Y está ahí cerca, como si fuera una bicicleta!
- La ciudad se hunde, el mundo se pierde. Dwayne y su ex se tiran en paracaídas y caen justo, pero justo, en el medio de un campo de béisbol. “Hace mucho que no llegamos a segunda base”, le dice él. Sonrisas.
- La nena está aplastada en un estacionamiento de San Francisco, entre polvo y hierros retorcidos. Su papá anda en helicóptero por Los Ángeles. La llamada entra sin problemas. ¿Vieron que en el primer mundo no hay problemas con la señal?
- Más que bombero, Dwayne es Aquaman. ¿Cómo hace, si no, para maniobrar bajo el agua durante tanto tiempo?
No es cuestión de que el cine catástrofe, por más pochoclero que se venda, le tome el pelo al espectador. De terremotos y tsunamis está hecho el universo de los efectos especiales. Ya nada sorprende ni justifica por sí mismo el precio de una entrada. La de Brad Peyton es una película tan impactante en lo visual como huérfana de una historia más o menos decente.
Hay personajes efímeros, algunos sin pies ni cabeza (como el ricachón que juega Ioan Gruffud); diálogos ramplones, besos en medio del caos y actuaciones de cartón. Todo absolutamente previsible. Sólo faltó el perrito saliendo en medio de las ruinas. Hubiera sido demasiado.