Por Walter Vargas - Para LA GACETA - Buenos Aires
Cuando el fútbol profesional estaba en sus albores (siglo XX, década del 30) Uruguay ya era una potencia futbolera: campeón olímpico y campeón mundial. Y en años recientes, cuando el fútbol profesional ha llegado a siderales niveles de expansión (social, cultural, económica, etcétera), Uruguay pisó fuerte en Sudáfrica y despabiló a legos, necios y despistados de por lo menos cuatro continentes.
Eduardo Galeano (más uruguayo que el mate amargo en la rambla de Montevideo) no pudo ni quiso resistir la tentación de aportar lo suyo, de honrar al cautivador juego de la pelota número 5, y allá por 1995 publicó El fútbol (a sol y sombra), una compilación de ensayos breves que tal vez no tengan el rigor de Las venas abiertas de América Latina o de Memoria del fuego, pero sí conservan una mirada aguda, un corpus ideológico definido, una prosa certera y una resuelta búsqueda de una narrativa poética, o de una poética de la narrativa: de un modo de narrar que sin renunciar a eventuales asperezas sea capaz de labrar su propia estética.
Que de allí, justamente, emanan las devociones futboleras de Galeano: de la vocación de enaltecer la belleza. En este caso, la de un deporte que, según juzga, ha ido perdiendo esplendor conforme avanzaron la tecnocracia profesional, la apología de la velocidad y de la fuerza y, en última instancia, la voracidad lucrativa.
Dice Galeano, en Confesión del autor, que a la larga ha terminado por asumir la identidad de un mendigo del buen fútbol, que va por el mundo sombrero en mano, suplicando, en cada estadio, “una linda jugadita, por amor de Dios”.
© LA GACETA
Walter Vargas - Periodista deportivo, escritor