No existe política sin una buena dosis de mentira. Lo decían los sofistas y lo reafirmaba Platón en “La República” cuando habla ya de aquella mentira piadosa a la que deben recurrir los gobernantes por el “bien de sus gobernados”. Incluso fue el mismo Platón quien sentenció que el que no servía para la filosofía debía dedicarse a la política, tal vez por esa sinonimia que aparentemente existe entre filosofía y verdad, y entre política y mentira. Lo cierto es que la mentira, que es hermana gemela de la falacia, el embuste y la falsedad, sigue tan presente en nuestros días como en la Grecia de los primeros filósofos. Aunque con un sello muy distinto y una virulencia mas atroz. Aquí se nos dice, por ejemplo, que no hubo otro gobierno tan activo como éste. Que en la última década se hicieron inversiones nunca antes vistas y que el crecimiento ha sido histórico. Pero la realidad muestra una postal muy distinta. Muestra una provincia dominada por la desidia, un turismo que no puede despegar de su nivel más básico y una escalada de inseguridad que no merma. Ni qué hablar del padecimiento de los vecinos de La Madrid, Graneros y Alberdi que, nuevamente, debieron abandonar todo lo que les costó conseguir para poder escapar de una inundación que, de manera descarnada, demuestra la falta de reacción de un gobierno aturdido y en cuarto menguante. Además, los problemas económicos siguen creciendo, por lo que el optimismo declarativo por sí mismo no tiene la capacidad de transformar la provincia. Más bien ocurre lo contrario. Decirle lo bien que luce a alguien que, en realidad se siente fatal, es una tomadura de pelo soberbia. Sobre todo porque si hay algo que no podemos permitirnos hoy en día son las esperanzas vanas.
Esta crisis política -que sigue siendo, sobre todo, moral- nos ha hecho madurar como sociedad. Una sociedad que ya no está para cuentos o para los habituales discursos facilistas de la política pretérita. Lo quieran o no, vivimos en otro país. Ahora la gente sabe cuáles son los problemas que desvelan a todos y quiere que esos problemas sean enfrentados de una buena vez. Como lo planteó Cristian Bulacio, el damnificado por las inundaciones en el sur tucumano que fue tildado de “animal” y “vago de miércoles” por la primera dama tucumana. “Lo único que pedía eran máquinas para que solucionen nuestro problema”, reconoció el vecino de El Molino. Y, a pesar de todo, las soluciones no llegaron. Ayer, ante la embestida de una nueva creciente, los vecinos de Graneros volvieron a pedir soluciones; esta vez al mismísimo gobernador José Alperovich que, al ver la muchedumbre desesperada, decidió refugiarse en su combi mientras abandonaba a toda velocidad el pálido páramo. Y es que, al parecer, la gente ya no quiere oír más los cantos de sirena. Han comenzado a ser conscientes de que hay demasiados trapos sucios en el armario. Y hay que sacarlos a la luz. Está bien que no se los muestre a las visitas, pero no hay por qué seguir soportando el autoengaño. La gente merece -ya casi da vergüenza repetirlo- la verdad. Y la verdad es que la crisis nos ha develado una provincia poco competitiva que, en el ocaso de una administración ostentosa, ha comenzado a mostrar sus profundas grietas.
El dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht escribió en una obra casi desconocida: “Ser bueno, ¿quién no lo desearía? Pero sobre este triste planeta, los medios son restringidos. El hombre es brutal y pequeño. ¿Quién no querría, por ejemplo, ser honesto? Pero ¿se dan las circunstancias? ¡No! ellas no se dan aquí”. Son palabras honestas y brutales que deberían despertar a quienes en forma silente, y por lo tanto cómplice, asisten a la escenificación de la caída de los valores, la justificación de la mentira, la negación de la honestidad política y la desaparición de la decencia en el quehacer público tucumano.
Va siendo tiempo de entender entonces que ya no basta con declamar; es necesario hacer y dar el ejemplo. Pero hacer y dar el ejemplo en serio y con honestidad; no simular que se hace para después construir poder sobre un discurso endeble. Porque aquello que no tiene sustento, tarde o temprano se derrumba. Que lo digan sino los funcionarios alperovichistas que ayer recibieron el escarnio de los inundados en los lívidos yermos sureños. Y es que, dicen los sociólogos, la calidad de la democracia se mide, entre otras cosas, mediante el nivel de tolerancia ante la mentira política. En las democracias occidentales bien nacidas la mentira no se perdona. Pero en estas latitudes, al parecer, mentir es gratis. Así nos va.