El 5 de agosto de 1823, a las tres y media de la madrugada, el coronel Javier López atacó la ciudad de Tucumán y batió las fuerzas del gobernador Bernabé Aráoz. Desde Salta, el 18 de octubre, el doctor Serapión José de Arteaga narraba esos sucesos, en carta al Deán Gregorio Funes.

“Sorprendida la plaza en la madrugada del 5 de agosto por las tropas de Santiago y la división al mando de don Javier López, presencié parte de las consecuencias que siguen al funesto momento que esperaba”, escribía Arteaga.

Ese día, “resucitó en él la sangre, el luto y el llanto que esparció con ferocidad el vencedor; víctimas sacrificadas en la plaza del desgraciado Tucumán; saqueadas fortunas particulares; depuestas con violencia sus autoridades y colocadas otras por el voto del vencedor; perseguidos y amenazados del cuchillo los miembros de la H. J. (Junta de Representantes); derramadas grandes contribuciones, y mandadas cumplir en los calabozos a los más honrados vecinos que, o no podían satisfacerlas, o las resistían con justicia”.

Para Arteaga, “el daño natural, olvidado el Derecho de Gentes y todos los que se conocen sobre la tierra atacados de las armas, han sido el precio de la victoria conseguida el 5 de agosto”. Pensaba que “se estremece y horroriza la naturaleza con el recuerdo de tantas atrocidades que los pueblos más bárbaros no las han visto ni experimentado en el mundo: los hombres tomados de las manos y conducidos al cadalso cerraron sus ojos sin el consuelo de terminar sus días con un remedio espiritual, siendo inútil sus ruegos por merecerlo de la arbitrariedad de sus jueces. En vista pues de estos inauditos males y peligros, resolví con la prudencia, retirarme a esta provincia”.