Por Abel Posse - Para LA GACETA - Buenos Aires

Con el tiempo, a lo largo de este siglo fascinante y exasperante, la poesía misma se apartó de la calle y de las casas y se recogió en un Templo literario. Se aristocratizó del todo hasta no interesarle más pertenecer al mercado, ese nuevo dios de estas moralmente desmanteladas sociedades occidentales y cristianas. Y por suerte, el mercado expulsó a la poesía de sus góndolas y vidrieras. La dejó en paz, librada a su pureza primigenia. El mercado murió a sus pies sin alcanzar a fagocitarlo.

Sentí al leer el reciente poemario antológico de Antonio Requeni, Poesía reunida, el mismo agradecimiento que me deja la lectura de Borges. Ese sosegado lirismo, esa verdad y justeza que inmediatamente recrean la complicidad entre el lector y el escritor, la máxima subversión: un callado complot para permitirse el sentimiento del mundo y de la vida. (Poesía para “los últimos delicados” como dijo Cioran de Borges).

La grey poética muestra muchos rostros. Hay poetas de extensión, homéricos o hölderlinianos; y poetas de intensidad, como los de la dinastía Tang, Banchs, Borges o Requeni, entre nosotros. Hay poetas “fundadores”, en la estirpe de Virgilio, Whitman, o de Lugones o de Neruda.

Hay cronistas del abismo que saben ya de oficio la famosa afirmación de Holderlín: “El poeta es el hombre que corre hacia la catástrofe”. Entre nosotros, Pizarnik, Molina, Orozco o Miguel Ángel Bustos. Hay felices creadores de la palabra, como Molinari y Oliverio Girondo. A lo largo del siglo, promediándolo, se afirmó con fuerza la corriente de los social revolucionarios, en la tradicional corriente salvacionista del cristianismo, aunque muchos de ellos creyesen que su marxismo los curaba de toda religiosidad pastoral: Juan Gelman, Urondo o el mismo González Tuñón, entre nosotros. No solamente creen que el hombre puede salvarse en la bondad sino, lo que es más curioso, es que crean que merezca ser salvado.

Desde los románticos fines del siglo anterior, los prestigios poéticos se fueron parcializando en dirección de sobrevalorar la señalada corriente romántica, como actitud del poeta: el dolor, la tragedia, la “poética de la existencia”. La línea baudelairiana se impuso en toda su extensión. Son voces por momentos patéticas y afiebradas, que coinciden con la enfermedad cultural de este siglo espiritualmente hospitalario (en el sentido de “nosocomio”). Es el siglo de los clásicos de la enfermedad: mi admiradísimo Nietzsche, Kafka, Dostoievski, el desdichado Sartre. Toda gente que cree en el privilegio del dolor, gente que grita y no deja dormir en el dormitorio del sanatorio. (Vista desde Oriente, nuestra cultura del dolor existencial, resulta risible. No la comprenden.)

Aparte de los místicos como Rilke (un místico privado), en Occidente hubo un indebido olvido de los poetas de la celebración del mero existir, de los sosegados que enseñan a revivir y aceptar la excepcional casualidad de haber nacido.

Entre nosotros también lo poetas de la sosegada celebración fueron menos venerados que los espeleólogos del abismo. Quisiera poner el ejemplo de Juan L. Ortiz. Figura ya definitivamente aceptada como una de las mayores voces poéticas de Argentina. Vivió aislado, y subestimado, en una contemplación fluvial del existir. Fue un poeta chino de la dinastía Tang que hubiese por error nacido en las antípodas y en los bordes del Paraná en vez de los del Yang Tse.

Una actitud parecida o paralela, aunque urbana y no tan bucólica como en Ortiz, es la experiencia de Antonio Requeni, con recursos literarios sosegadamente depurados, de alta calidad de evocativa.

Ningún poeta actual tan “callado”, tan discretamente ceñido a lo auténticamente poético, al sutil imperceptible estremecimiento de lo poético. Se puede decir, de él que “el hombre habita en poeta”, cuando toda su existencia se va preparando para saber recibir lo esencial de la vida, saber comprender y saber celebrar. Y cuando el instrumento expresivo, en el caso del poeta escritor, se sabe acomodar debidamente y con justeza a la verdadera dimensión de la vivencia. En esta actitud rigurosamente clásica, el poeta comprende que tampoco el lenguaje debe ser protagonista, que no debe haber protagonismo ni de las ideas, ni de las ideologías, ni de la fe, ni de las palabras. El brillo es un tentador que debe someterse a la apenas rescatable vibración, ese apenas, inefable, que constituye la carga o el residuo poético de nuestras vivencias.

Antonio Requeni había reunido en su antología Poemas 1955 1991, y en el actual Poesía reunida, los mejores momentos de su largo trabajo en el camino que he señalado.

Es uno de nuestros poetas más libres porque fue capaz de esquivar todas las tentaciones de la frivolidad literaria de Buenos Aires. Se supo mantener al margen de las modas incluso de las políticamente obligatorias, y con una inusual elegancia natural recibió su tarea en absoluta libertad. Es capaz de cantar el murmullo de una fuente que encuentra en el silencio de la alta noche de Roma, o el coraje del Che Guevara, o rezar un kaddish poético por un zapato de niño en el museo del Holocausto.

Habitar en poeta significa, para Antonio Requeni, estar preparado permanentemente, como quien cumple un sacerdocio, esperando poder trasmitar ese frisson o estremecimiento diferente por el cual hasta la simple realidad cotidiana se sacraliza.

El poeta se alza así a la suprema jerarquía de las ciencias y conocimientos. Todas las experiencias verdaderamente importantes de nuestro existir se transforman en la materia de su creación. Se erige en la conciencia de todos, en la conciencia del hombre, nada menos. Y no conciencia de la excepcionalidad lo que sería más fácil, autobiográfico sino en conciencia de todos, de la condición humana en todas sus situaciones.

Su vivir sereno esconde al cazador de versos. Ese vivir sacerdotal cumple con la vocación callada, obstinada, necesaria, que Rilke señaló en este texto memorable: Para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros... Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor en que ninguna se parece a la otra, de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes paridas que se cierran. Es necesario aun haber estado al lado de los moribundos, con la ventana abierta y los ruidos que vienen a golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan... Entonces puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primer palabra de un verso.

Antonio Requeni es de esta escuela de paciente exigencia.

Sus versos han nacido de la necesidad. No salen a buscar lectores sino que los reciben para una convivencia tan intensa y verdadera como las que tuvo el creador al escribirlos. Ancestral puente espiritual que Antonio Requeni reitera en la perfección clásica de su poesía.

© LA GACETA

Abel Posse - Novelista y ensayista. Miembro de número de la Academia Argentina de Letras.


Octogenario

*Por Antonio Requeni

No quiero, no quisiera despedirme

de todo lo que amé, pero es preciso

decirle adiós a la felicidad,

al sol entre las hojas del verano,

a unos versos queridos, a la música,

a aquel niño que fui, a aquel muchacho

que anhelaba el amor y los viajes,

el milagro del arte y la belleza.

Estoy viejo, lo sé. ¿Pero estoy viejo?

Los errores del cuerpo lo confirman,

pero mi corazón herido se rebela,

se resiste a pensar que todo acaba,

que está cerca la noche y su misterio,

la nada horizontal, toda la nada,

eso que llaman muerte.

No quiero, no quisiera despedirme

del diario despertar, de la costumbre

del beso de los hijos de mis hijos,

del ser y estar entre la maravilla

y la inconsciencia de vivir. Es cierto,

estoy viejo, lo sé, pero aún me quedan

las palabras que escribo y que me escriben

para decir ahora lo que quiero;

estas tal vez efímeras señales

de un hombre que pasó por este mundo.

* Poesía reunida   (Academia Argentina de Letras).