Sergio Berensztein - Especial para LA GACETA
Las certezas se limitan a un único punto: 2015 es un año de transición para la Argentina. El resto es incertidumbre: no se sabe quién va a ganar las elecciones de octubre ni qué tipo de gobierno vamos a tener. La lógica de la campaña impone sus reglas y tienden a evitarse temas piantavotos. La idea consiste en convencer al votante y no generar un debate serio, informado y parsimonioso sobre las prioridades de política pública. Lo aprendió Mauricio Macri con el cepo cambiario: hasta su equipo se vio obligado a matizarlo, casi a contradecirlo.
Sin embargo, a pesar (y en algún sentido como consecuencia) de que la carrera electoral recién comienza y de que su resultado es impredecible, se perciben reacomodamientos que involucran a los principales actores y procesos políticos y reconfiguran medularmente el contexto y sus matices. Más allá del oleaje típico de las elecciones, se modifica el cauce del río que canalizará esa energía política y que influirá en la dinámica de este año bisagra.
Son transformaciones que ocurren en múltiples dimensiones. La primera, fundamental en un híper presidencialismo, es la de la propia estrategia de CFK: despliega su retirada del poder (al menos, en el control de los recursos del Poder Ejecutivo) y busca conservar toda la influencia posible desde el Congreso, con una fuerza política que asegure una mínima cuota de lealtad. Consolida un sistema de medios de comunicación propio y resuelve, parcialmente, las causas más gravosas en la justicia federal. Su primer obstáculo lo encuentra en el peronismo tradicional, del que no puede prescindir, al que ha disfrutado someter y, curiosamente, en el que se observan tendencias hacia una autarquía relativa, en la medida en que la Presidenta sigue controlando palos y zanahorias derivados de su control de la caja. ¡Cómo va a extrañar el efecto disciplinante del gasto público cuando, como potencial jefa de su bloque de la Cámara de Diputados, sólo pueda distribuir meros contratos de asesores u oscuros despachos en el edificio anexo de Rivadavia y Riobamba! Aprenderá que no todas las lapiceras son iguales y que no importa quién es uno, lo que hizo o lo que piensa, sino dónde está sentado.
CFK perderá poder, pero no puede concebir abandonarlo. Será en 2019 más joven de lo que es Hillary Clinton hoy y no tendría restricciones constitucionales para volver a la presidencia. Por eso, el plan consiste en que sea candidata ahora (seguramente a diputada por la Provincia de Buenos Aires) y en 2017 (senadora por el mismo distrito). El riesgo: que, como le ocurrió a Néstor en 2009 y a ella misma (vía su descarriado delfín Martín Insaurralde) en 2013, la provincia sea el laberinto en el que ningún general, ni aún el versátil Milani, pueda guiarla a una salida victoriosa. Perder allí, mucho peor si se repite frente a Sergio Massa, dispararía la debacle.
Por eso, su equipo de asesores armó con tiempo un plan B: las elecciones al Parlasur. Se trata de una votación en la que la ley, a medida, dispone que el país sea un distrito único, como cuando se elige presidente de la Nación. Eso asegura un lugar estelar en la lista sábana. El riesgo parece menor, pero no es limitado. Siempre queda la chance, a esta altura casi vergonzosa, de volver (con la frente marchita) al terruño y ser candidata a diputada por Santa Cruz.
Mientras se produce este juego del gato y el ratón sobre sus potenciales candidaturas, CFK apila los bloques que conforman su épica de retirada. Por un lado, inflación, recesión, cepo cambiario y gasto público desmedido en lo que diversos economistas llamaron “bomba de tiempo”, para que el sucesor desactive como pueda (o mejor: que explote y facilite su retorno). Por el otro, ese mismo gasto público como línea de retaguardia del despilfarre electoral: anuncios por cadena nacional de beneficios, cuotas, moratorias impositivas y programas asistenciales para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, siempre que sea votante. Un mecanismo perverso aceitado con dinero de los contribuyentes (ahora, vía impuestos, inflación y un creciente endeudamiento).
El segundo plano de transformación se produce en el conjunto del sistema político. Se nota un veloz reacomodamiento de partidos, líderes y del resto del entorno vinculado al proceso electoral. Todos piensan cómo será el nuevo gobierno y muchos dejan volar sus fantasías: se visualizan a sí mismos sentados en las poltronas de los despachos de ministerios, embajadas, secretarías de Estado… La libido de líderes, asesores, allegados, advenedizos y militantes se activa, incluso la de algunos que parecía que iban a estar lejos del poder durante un buen tiempo. A todos los excita la perspectiva de cambio. También se apresuran eventuales traiciones. La incertidumbre no amaina, pero algunos creen en los espejismos y toman decisiones de las que se pueden arrepentir luego.
El primer PASO
La definición de candidaturas, para limitar el juego de las PASO o encauzar ese inusual interés participativo que suelen generar las vísperas electorales expone tensiones indisimulables. Incluso entre quienes controlan ampliamente su distrito: en Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta recibió un espaldarazo definitivo por parte de Mauricio Macri, lo que potencia sus chances y pone en crisis la candidatura de Gabriela Michetti. Se multiplican los rumores de que ella podría abandonar, despechada, la competencia. ¿Incluso también la política?
La tensión no es menor en la Provincia de Buenos Aires. Muchos intendentes rechazan la incertidumbre y la fragmentación que producen las primarias. La actual legislación no permite que una misma lista local se enganche en varias candidaturas. Eso multiplica las opciones para los oportunistas que, al margen de afinidades personales, sólo buscan controlar una porción, aún pequeña, de poder. Tiemblan hegemonías territoriales, que demandan una solución: o se limitan las opciones en términos de candidaturas a presidente y gobernador o se cambia la ley para permitir que sobrevivan sin sobresaltos los liderazgos locales. Eso choca con la táctica de CFK de dilatar las decisiones de candidaturas y dividir sus apoyos para sostener su influencia. El proceso de transformación también involucra a la sociedad civil. Los sindicatos ensayan una lenta recomposición hacia una consensuada unidad.
El imprescindible proceso de estabilización tendrá como víctima necesaria al salario, que creció de forma artificial y nominal como fruto de la inflación y del retraso cambiario. Pero la Argentina experimentó un retroceso notable en materia de productividad y competitividad. Con estos precios deprimidos de productos primarios es imposible sostener este nivel de ingresos. Un tema tabú en plena campaña, aunque los dirigentes gremiales son conscientes de las implicancias y, con destreza, se preparan para resistir los cambios en los precios relativos, incluido el salario.
El sector privado percibe, por su parte, un creciente optimismo por las oportunidades relacionadas con el cambio de ciclo. Esto es más evidente en el mundo financiero que en el real, que lidia con un 2015 recesivo y mira el 2016 con dudas. Pero el precio de los principales activos del país, comparado con los que imperan en la región, es extremadamente bajo como resultado de la desconfianza que produjo el kirchnerismo y del absurdo aislamiento que desde 2011 dejó sin dólares a un país con enorme potencial. Todos los candidatos, aún los oficialistas, propiciarán una mejora en términos del entorno de negocios. Por eso llegan infinidad de potenciales inversores que buscan comprender la dinámica de los acontecimientos e identificar proyectos para canalizar su capital. El mundo sigue siendo muy líquido y hasta la crisis brasileña, tan costosa en materia de reducción de nuestras exportaciones, abre oportunidades de financiamiento.
El escenario en el que se va a desplegar la dinámica electoral es incierto, pero las jugadas previas de los diferentes actores comienzan a definir la tonalidad de la eventual gran transformación. La política es el arte de lo posible. Y las expectativas positivas de los vientos de cambio comienzan a forjar el horizonte de una ciudadanía que se aferra a la esperanza de vivir mejor.