Hay un estado común a todos los deportes. Un lugar competitivo en el que la plenitud se expresa de manera exacta. Cada nota da el sonido. Pieza a pieza, el todo encaja con absoluta justeza. Así los movimientos fluyen, el cuerpo, la pelota y el elemento para jugarla, son una unidad homogénea. La perfección entonces, además de verse, se percibe. Se siente. Se palpa y se respira. En ese estado nos sumergieron Novak Djokovic y Roger Federer durante una gran parte de la final de Indian Wells que quedó del lado del serbio por 6-3, 6-7 (5-7) y 6-2.
El juego tuvo de todo. Velocidad, variantes, lujos, winners. Puntos largos y cortos. Desafíos estratégicos y respuestas en consecuencia. También tuvo una faceta anímica destacable. Ni Federer se entregó cuando el concierto lo dirigía Djokovic. Ni este aflojó aún después de las tres doble-faltas que cometió en el tiebreak del segundo set. Antes, durante y después de los tramos citados, ambos compitieron como lo que son: los dos mejores jugadores del momento, dos de los mejores de siempre y protagonistas de una de las rivalidades más importantes de la historia del tenis.
En semejante contexto, de tamaña jerarquía y profunda paridad, siempre pareció que era Djokovic el que asomaba un poco más arriba y proyectaba su sombra sobre el resultado final. Ganó el primer set, estuvo break arriba en el segundo, y dos veces también sacó la ventaja inicial en el tercero. Entonces, en la última, no dejó escapar su cuarto título en Indian Wells, el 21° a nivel de Masters 1.000, el 50° en todo concepto a lo largo de su fantástica carrera.