El estado de la Casa de la Independencia, a fines del siglo XIX, era francamente ruinoso. La triste situación se prolongaría hasta 1904, año en que se la demolió en totalidad, con excepción del Salón de la Jura, que quedó encerrado dentro de un templete o pabellón de estilo neoclásico.
La situación del inmueble inquietaba a la Sociedad Sarmiento desde siempre. El 9 de julio de 1898, en el acto de celebración respectivo, habló Ricardo Mendioroz, representando a la institución. En su discurso, subrayó que, si bien el histórico Congreso nos dio una patria grande y libre, la “amarga verdad” era que “dentro de esta nación de futuros luminosos, no hay un solo monumento que simbolice la gratitud nacional”.
En efecto, decía, de este acontecimiento “no conservamos los argentinos una reliquia, un pequeño legado de nuestros padres al que el tiempo y ¿por qué no decirlo? los herederos, han trabajado de consuno para destruirlo”.
La reliquia “es esta pobre morada de la que sólo resta este viejo salón, en cuyas paredes desoladas la veneración de la juventud colgó modestas coronas; esta habitación humilde, que podría ser clasificada por cualquier amante de la Arqueología como la ‘tapera’ de nuestra Independencia”.
Por eso, terminaba, “en el día memorable de Julio, alzo mi voz en nombre de la sociedad Sarmiento, de esa asociación representativa del patriotismo y de la intelectualidad de Tucumán, para pedir al pueblo de la República y a los poderes federales una mansión de mármol para albergar a los hombres de bronce que firmaron el acta del 9 de julio de 1816”.