La política local está subordinada, hoy más que nunca, a lo que ocurre a nivel nacional. Por un lado, porque este es un país salvajemente unitario, y cada vez más, donde los gobernadores o son una especie de valet presidencial, o se convierten en parias exiliados de los beneficios de la Casa de la Moneda porteña.
Por otro lado, porque Argentina está enferma de presidencialismo. Personas que llegan al sillón de Rivadavia y se convierten en deidades intocables, en semidioses dueños de toda verdad y justicia. Caldo cuasi monárquico donde los caprichos o las explosiones hormonales pasan a ser cuestión de Estado. Así, estamos condenados a repetir los “ismos” de tinte tribal y caudillista: yrigoyenismo, peronismo, alfonsinismo, menemismo, kirchnerismo, cristinismo, sólo por citar los casos más resonantes, que arrastraron o arrastran consigo a los lógicos fanatismos, tan tóxicos para una sociedad que busca evolucionar hacia el consenso, la igualdad y la pluralidad.
El bussismo y el alperovichismo son dos ejemplos locales del híper personalismo que dinamita las bases de cualquier proyecto republicano. Se va el gurú y se acaba todo lo que era y a empezar de nuevo, desde cero, derrochando tanto dinero, tiempo y esfuerzo.
Cada vez que cambia un gobierno da la sensación que volvemos a retroceder cuatro u ocho años. Es como que seguimos discutiendo los mismos temas desde 1810 y con cada nueva gestión regresamos a alguna década inconclusa. Sólo deberían ser imprescriptibles las deudas judiciales, no sólo las vinculadas a los crímenes de lesa humanidad, sino todas las que han dañado al país, empezando por los casos de corrupción y que, paradójicamente, son los que más rápido se olvidan.
La principal causa de la falta de políticas de Estado a largo plazo en esta nación son los personalismos providenciales. Y en las provincias ocurre lo mismo, con sucesos sólo equiparables al putrefacto medioevo, como los Saadi en Catamarca, los Juárez en Santiago del Estero, los Rodríguez Saa en San Luis, Romero en Salta, Insfrán en Formosa, Kirchner en Santa Cruz, Capitanich en Chaco, y ahora, de nuevo en Santiago, los Zamora, que hacen traspaso de mando bajo las sábanas, a tono con el matrimonio presidencial.
La totalidad del andamio político nacional espera bendiciones para tomar una decisión. No es una exageración, porque los dirigentes utilizan esa palabra: bendición. La más importante de todas es la bendición de Cristina. Como quinceañeras alteradas frente al chico que les gusta, los candidatos oficialistas se muerden los labios y suspiran esperando la bendición de la señora. ¿Quién será el elegido? ¿Quién será el próximo monarca feudal que creará un nuevo ismo? ¿Sciolismo, randazzismo?
Los opositores también aguardan esta bendición para terminar de definir su estrategia, que no es otra que conformar un nuevo personalismo: ¿macrismo, massismo? Sanz tendrá problemas con la pronunciación de su nueva corriente esclarecida, pero podría zanjarse con un “ernestismo”.
Estos personalismos místicos son los que han ido vaciando de sentido y doctrina a los partidos políticos y transformando a las ideologías en religiones en desuso.
Así conviven dentro del peronismo todas las vertientes ideológicas, desde neomontoneros hasta neoliberales, porque el peronismo hoy es una cáscara vacía de contenido donde se refugian los más variados y oscuros intereses. Depende de quién sea el caudillo de turno que llegue al poder se verá uno u otro tipo de peronismo. Igual que la vetusta calificación de “antiperonista”, o su traspolación lunfarda “gorila”, pueden tener tantos sentidos como afiliados tiene el Partido Justicialista. ¿Es gorila el anti menemista, el anti duhaldista, el anti kirchnerista, el anti sciolista, el anti alperovichista, etcétera, etcétera? Entonces gorila debería ser sinónimo de argentino.
Lo mismo ocurre en la oposición, que por estos días anda de sofocón en sofocón, como señora entrando en la menopausia. Es que la oposición ha caído en la trampa que le ha tendido el oficialismo, que alberga bajo sus alas a las mil formas de peronismo, y entonces no encuentra un objetivo claro para enfrentar. Es Scioli o es La Cámpora, el agua o el aceite. Ni siquiera los peronistas, que por el momento juegan de opositores, saben muy bien dónde van a quedar parados después de octubre.
Se entiende, entonces, que en la oposición se vayan armando alianzas donde también confluyan distintas variantes ideológicas, como acaba de ocurrir con el PRO, la UCR y la Coalición Cívica.
Esto no es nuevo. Desde hace años que venimos siendo testigos del fin de los partidos. Néstor Kirchner fue uno de los mejores alumnos de Domingo Cavallo y un socio estratégico en la privatización de YPF en la década del 90, pero hoy sus soldados le tiran huevos a ese “traidor a la patria”.
Alperovich fue uno de los gobernadores más fieles al matrimonio patagónico, pero una semana después de que blanqueó su apoyo a la candidatura de Scioli, la ex SIDE cristinista le montó un operativo para desprestigiarlo con una supuesta sociedad con Lázaro Báez. ¿Actuaron solos los espías o recibieron una orden política para ensuciar a Alperovich?
Sólo importan los nombres. El canismo cerró filas con el massismo en Tucumán porque necesita hasta el último voto para poder derrotar al alperovichismo en retirada. A nivel nacional, su partido acordó con el macrismo y con Elisa Carrió, o Lilita, otra corriente del yoisismo illuminati.
Por eso José Cano tropezó y balbuceó en los programas de TV porteña donde esta semana tuvo que explicar el sinsentido de estar con Cobos, Sanz, Massa, Macri y Carrió. Es decir, Cano tuvo que decir que está en contra de... ¿De quién? Imposible saberlo aún, porque todo depende de una bendición.