“Hay momentos en nuestra vida en que tenemos la necesidad de ser canallas, de ensuciarnos hasta adentro, de hacer alguna infamia, yo qué sé... de destrozar para siempre la vida de un hombre... y después de hecho eso podremos volver a caminar tranquilos”. “El juguete rabioso”, Roberto Arlt.
Uno de los asuntos más inquietantes de la serie “Breaking bad” es el hecho de que un tipo normal, común y corriente, un profesor de química, a partir del diagnóstico de cáncer de pulmón, puede convertirse en un delincuente que fabrica drogas y hasta cometer asesinatos, algunos de ellos horrorosos. Cuando la esposa le pregunta cómo pudo convertirse en un monstruo, responde: “porque me sentía vivo”. Esto plantea uno de los temas de la criminalística, que tiene que ver con las motivaciones del que delinque. En algunos casos parecen estar claras y en otros no se entienden, como es el caso de la salvaje agresión que sufrió el domingo el atleta Juan Pablo Juárez en el parque 9 de Julio, donde fue golpeado y dejado por muerto, aparentemente por asaltantes. En una carta del miércoles, el lector Carlos Lezana se pregunta sobre las causas del ataque y conjetura que acaso los agresores forman parte de los excluidos de la sociedad, que no han tenido oportunidades de acceso a bienes culturales y a la educación, ni de inserción en el mundo económico.
Este análisis se ubica en la llamada guerra de baja intensidad entre incluidos y excluidos que se libra a diario en las calles y se vincula con la teoría de la anomia, del sociólogo Robert Merton, que dice que la cultura crea motivaciones en excluidos que no pueden satisfacerse en los estratos sociales con acceso limitado a las oportunidades. Quizás ese sea el caso del intruso que fue sorprendido en diciembre en la casa del dramaturgo Rafael Nofal, y que terminó muerto de un balazo. Otro lector (Pedro Pablo Verasaluse) también planteó en una carta (15/12) la posibilidad de que se tratara de un excluido del sistema. Ese análisis no contempla otras motivaciones y sólo se centra en la asociación de marginalidad-exclusión y robo. Pero no alcanza para explicar cierto tipo de delitos ni la violencia. Los estudiosos hablan de efecto motivación y efecto oportunidad, que no se centran específicamente en la marginalidad sino en las circunstancias del individuo y su grupo social, lo cual permitiría entender otros aspectos de la criminalidad.
La “criminalidad torpe”, que se ve
La sociedad acepta como objeto de estudio criminológico lo que Raúl Zaffaroni llama la “criminalidad torpe”, que es la que se ve: robos, hurtos, asaltos, lesiones, homicidios y violaciones. Mas se suele dejar de lado (por lo general), los “delitos del poder”: coimas, evasión de impuestos, contaminación ambiental causada por empresas, corrupción empresaria y política.
La sociedad acepta, además, centrarse en la guerra a la que son sometidos los buenos por los malos, y no preguntarse por los grises ni en las razones de lo que ocurre, si es que las hay, como si todo estuviera determinado por el destino. Los funcionarios de seguridad apuestan a la detención de los que parecen malos. Y con eso creen que está cumplido su trabajo: la cárcel de Villa Urquiza está llena (1.300 encerrados), las comisarías también (500 detenidos) y apuestan a que la solución sería tener dos cárceles más (así lo dijo en un tuit el secretario de Seguridad, Paul Hofer).
Pero la cuestión de las motivaciones apenas es tratada: Hofer dice que en un contexto de crecimiento económico puede haber un “delito aspiracional”. Sin embargo, esta apreciación no se vincula con las respuestas policiales, que son sólo reacciones. Y no explican, sino por la dicotomía buenos o malos, el crecimiento de causas penales y la multiplicación de situaciones violentas en la comunidad. Tampoco explican el arrebato violento y la falta de respuestas claras.
Daniel Matza, en “Delincuencia y deriva”, sostiene que los delincuentes bien pueden ser personas que eligen salir de las reglas sociales (neutralizan sus límites morales) y luego regresan a la familia, la escuela, el vínculo social. Con eso se sugiere que se podría trabajar sobre ellos y su entorno para evitar la multiplicación de estas prácticas. Lo cual no es fácil.
En la publicación sobre “Economía de la delincuencia en Argentina”, compilada por Ana María Cerro y Osvaldo Meloni, se afirma que los planes sociales han servido en muchos casos como una manera de alejar del delito a gente en riesgo de marginalidad, pero que sus efectos se han visto solamente en los índices de delitos contra la propiedad pero no en los robos con violencia. Porque, independientemente de planes sociales, se aplica la teoría de que el que decide entrar en una forma delictiva violenta ya ha cruzado ciertos límites de los que es difícil volver.
Saber qué pasa y los motivos podría ser una salida. Bien podría servir el estudio de datos que hace desde hace cuatro años el Instituto de Investigaciones de la Corte Suprema de Justicia de la Nación con respecto a los homicidios (lo hace también la Corte local desde el 2014), pero no forma parte de un programa de seguridad y además se trata de la recopilación de datos parciales y discontinuos. No intervienen la Policía ni el Ministerio de Gobierno y Seguridad, que manejan otros datos, más favorables a su forma de trabajar.
Acaso se pueda saber sobre quiénes agredieron al maratonista Juan Pablo Juárez, y quizá sus motivos. Pero no se podrán establecer parámetros de grupos sociales dedicados a la violencia, ni prever sus acciones. Porque seguimos con la dicotomía entre buenos y malos, y nos enfocamos en tratar de apresar a los malos; nos llenamos de cámaras de vigilancia y de alarmas; ponemos más policías a realizar pretendidos patrullajes y apostamos al 911 para tratar de llegar rápido a los hechos consumados. Al fin, no pensamos cómo hacer para que esta sociedad mejore en lugar de volverse cada vez más violenta, más llena de temibles juguetes rabiosos.