Dos inundaciones devastadoras azotaron a Tucumán en febrero del 92 y en enero del 93. Comenzaba su gestión Ramón Palito Ortega. El gobernador cantante aparecía en las fotos rescatando ancianos en medio del agua, alzando gente con sus propios brazos, con botas de goma, otras veces con los pantalones arremangados y descalzo en el barro.
“Un muchacho como yo, que vive simplemente, que confía en los demás y dice lo que siente…”
El marketing político de Ortega salía a responderle a un verdadero desastre climático y social. Pueblos enteros arrasados, como Medinas o La Madrid, que debieron ser evacuados en su totalidad, y decenas de ciudades inundadas, como Famaillá, Río Colorado, Monteros, Tafí Viejo y la propia capital. Millones en pérdidas agropecuarias y en destrucción de caminos y viviendas. Cortes de luz prolongados en casi toda la provincia, durante varios días, en medio de una epidemia del cólera que se llevaba vidas en todo el norte del país.
Nada nuevo. Algo que venía ocurriendo en Tucumán desde hacía décadas, sólo que el desastre era cada vez mayor. El desmonte indiscriminado, las ciudades que crecían sin planificación urbanística, el cambio climático, los asentamientos en zonas inundables y la falta de obras públicas eran pecados que cada vez se pagaban más caro.
En junio del 93, el entonces vicegobernador Julio Díaz Lozano (ingeniero químico) constituyó una comisión de expertos para estudiar este problema. Ingenieros civiles, eléctricos, zootecnistas, agrónomos y especialistas de numerosas áreas trabajaron durante varios meses en la elaboración de un plan integral.
El resultado fue un proyecto a largo plazo, desarrollado en cientos de páginas, con más de 150 mapas, que abarcaba numerosos frentes: obras hídricas desde la naciente de los ríos hasta su desembocadura, diques nuevos y descolmatación de los existentes, reforestación, obras de infraestructura en ciudades y pueblos, aprovechamiento hidroeléctrico de los cursos, almacenamiento de agua para consumo y riego en períodos de secas, entre muchos otros puntos.
Solamente las conclusiones del estudio tienen 130 páginas, lo que da cuenta de la envergadura de la investigación.
Todos expertos locales, conocedores del terreno y de nuestra problemática. El diagnóstico que hicieron fue lapidario y advertían que íbamos camino a desastres cada vez mayores si no se tomaban medidas en serio. El plan que proponían demandaría 20 años en llevarse a cabo y costaría 1.000 millones de pesos, de aquel entonces, que se gastarían en el transcurso de esas dos décadas.
Los especialistas aclararon que el agua es indomable y que siempre provocará dolores de cabeza, pero que con la implementación de un plan serio los daños podrían reducirse al mínimo, además de aprovechar los enormes recursos que ofrecen los ríos, cuidados y bien gestionados.
Hace dos años se cumplieron 20 años de la publicación de este proyecto.
Hoy la mayoría de los tucumanos estaría quejándose de que con tanta agua no se seca la ropa, de que hay olor a humedad en todas partes o de una que otra gotera en el techo. No estaríamos sufriendo a la par de miles de familias que, una vez más, perdieron todo, y de millones y millones de pesos sumergidos bajo el agua.
En estos 22 años que pasaron hubo inundaciones de distintas proporciones en al menos 15 veranos. Se perdieron, además de tiempo, varias veces los 1.000 millones de pesos que demandaba la solución final.
Por el contrario, se han ido profundizando todos los problemas que ya advertían los expertos en el 93. Ya no quedan montes por desmontar; la tala indiscriminada hace tiempo que ya está subiendo a los cerros; el piedemonte ha sido arrasado a lo largo de sus casi 200 kilómetros de extensión, para siembra, pastoreo y urbanización; los diques han continuado su proceso de colmatación y hoy tienen aproximadamente el 30% de su capacidad original; y la infraestructura hidráulica muestra graves deterioros y, en algunos casos, un total estado de abandono.
¿Por qué ningún gobierno ha encarado este proyecto tan importante para la provincia? Porque nuestros gobernadores no han sido ni son hombres de Estado. Han sido, mejores y peores, apenas administradores de la coyuntura, del corto plazo. Ningún gobernador quiere afrontar una obra que él mismo no pueda inaugurar. Piensan en cuatro, a lo sumo en ocho años. Si se analizan las obras públicas que se han realizado en los últimos 20 años todas buscaron un rédito político, económico o electoral. Son trabajos resultadistas, pan para hoy y hambre para mañana, como suele decirse.
Lamentablemente, las grandes obras de Estado, pensadas para muchas generaciones, en materia de salud, educación, seguridad, o para evitar desastres naturales, por ejemplo, requieren de proyectos de largo aliento, sin resultados resonantes inmediatos, pero con soluciones definitivas que se verán dentro de varias décadas.
Nadie niega que las peatonales de la capital son horribles, pero es tan evidente que decidieron remodelarlas para producir un golpe de alto impacto antes de las elecciones. Son las calles por donde más gente transita en toda la provincia y será una obra de altísima visibilidad. Llama la atención la velocidad con la que están trabajando; ojalá se hicieran con igual premura las obras de infraestructura tan necesarias.
Diez puentes colapsaron esta semana y dos están a punto de caer. Algunos construidos hace muy poco tiempo. En Córdoba llovió más que en Tucumán y cayó un solo puente, en Jesús María. Ya mismo deberían estar investigando quién y cómo los hicieron. No hacemos lo que hace falta y lo que hacemos lo hacemos mal.
Es que la corrupción y la incompetencia nos están ahogando más que el agua.