Es notable la energía y astucia con la cual algunos profesionales de la educación defienden dogmas y creencias de largo arraigo, aun aquellas en las que no creen.
Afirmar que el mundo cambió no parece un gran aporte. En definitiva, podría argumentar cualquiera, el mundo siempre está en estado de cambio y transformación, y así será siempre. Sin embargo, saber que 2 mil millones de personas hoy usan un dispositivo tecnológico que a principios del 2007 no existía (me refiero a los teléfonos inteligentes o smartphones), es diferente. Este dato, entre otras muchas evidencias igual de contundentes, permite comprobar que, efectivamente, el mundo cambió en los últimos 20 años como nunca lo había hecho antes en un período tan breve de tiempo. Las TICs y sus derivaciones han puesto al mundo moderno de Paul Johnson del siglo XX patas para arriba, y esto nos obliga a repensar creencias y acuerdos institucionales de largo arraigo.
El lógico suponer que un cambio de tal magnitud y escala haya alcanzado a todas las disciplinas, geografías y ámbitos de la vida. El médico, el chino, el periodista, el musulmán, el homosexual, el político, el niño, el empresario, el discapacitado, la madre soltera, el rico y el pobre, todos hemos quedado enredados en un mismo tiempo histórico de transformación disruptiva, de re pensamiento colectivo, de conversación transcultural, multi religiosa y des intermediada. Y la educación no es la excepción.
El impacto en la educación, sin embargo, resulta particularmente significativo por tres motivos. Primero, porque la educación y todas sus derivaciones formales e informales prepara a los aprendices para vivir en ese mundo que está emergiendo de contornos borrosos que aún no logamos imaginar. ¿Qué significa para la educación que, como indicó una reciente edición de la revista TIME, ya estén naciendo niños que vivirán 142 años? Es fácil decir que debemos prepara a nuestros alumnos para trabajos que aún no existen, para empresas que aún no han sido inventadas y para resolver problemas que aún no conocemos. Pero, ¿cómo se hace? Fallar en esta tarea redundará en que esos nuevos problemas no lograrán ser resueltos, y poca esperanza también quedará para la solución de los grandes problemas que ya hoy tiene la humanidad.
Segundo, porque el sistema educativo, desde sus orígenes, fue concebido para apuntalar un tipo de educación y formación funcional y favorable hacia un estado de cosas en particular, y no para formar librepensadores, ni innovadores, ni revolucionarios pacíficos que persigan sus vocaciones. Las escuelas no fueron concebidas como un espacio de transformación sino de instrucción para la preservación.
Las primeras escuelas primarias surgieron a la sombra de las sinagogas con el objetivo de acompañar a estas en la formación religiosa, no en el libre albedrío. En el año 75 a.C. la instrucción primaria ya era obligatoria en toda Jerusalén. Lo mismo puede decirse de las escuelas prusianas, vinculadas al desarrollo disciplinario militar, y de las escuelas argentinas, puestas al servicio de la incipiente república. De hecho nuestra Ley 1.420, sancionada en 1884, instituyó la educación primaria obligatoria en todo el territorio nacional con el objetivo de “dirigir” el desarrollo moral, físico e intelectual de los niños de 6 a 14 años. La gran corriente inmigratoria recibida en el pacificado territorio nacional debía ser funcional y fiel a un proyecto nacional emergente, y eso buscó (y logró, en parte) la citada ley. Por lo tanto, la escuela como institución siempre coexistió con cierta tensión con contextos cambiantes, haciéndose más visible esa tensión en momentos generalizados de debilitamiento institucional como el que vivimos actualmente.
El tercero y último motivo por el cual el impacto de este mundo en transformación resulta particularmente significativo en la educación es porque los actores principales del sistema, que son quienes tienen la responsabilidad primaria de liderar la discusión sobre la nueva escuela y la nueva educación, no muestran ninguna voluntad por hacerlo. Y como son especialistas en argumentar, lo que dicen o sugieren suena persuasivo, convincente, comprensible. ¡Pero no!
Días pasados asistí en Bogotá a la presentación de un magnífico trabajo de investigación publicado por el experto en educación Gabriel Sanchez Zinny, en donde se señala la necesidad de diseñar políticas públicas en Latinoamérica que favorezcan el desarrollo de recursos humanos talentosos. En presencia de cientos de empresarios, dirigentes y políticos, y en un clima amable, Sanchez Zinny animaba a panelistas y asistentes a darse cuenta que se acababa el tiempo de los descriptores de la realidad, y que llegaba el tiempo de los hacedores, los transformadores. Enfatizaba en la necesidad de disponer de más espíritus prácticos en la educación, profesionales que disfruten y aprendan haciendo y arriesgando, y menos funcionarios administradores del status quo, especialistas en explicar por qué el cambio no es posible.
Suscribo por completo con este llamado a la acción de Sanchez Zinny, y creo que el experto es un buen ejemplo de ello a través de su emprendimiento Kuepa, instituto de blended learning que opera en toda la región hace unos años y que ya ha capacitado a miles de adultos que no habían completado su formación escolar.
La honestidad es una virtud que reclamamos a dirigentes, políticos, médicos, líderes de opinión. También debemos reclamarla a los directivos educativos que solo buscan argumentar en favor de no innovar. No hay espacio para que profesionales de tanta valía y capacidad intelectual prioricen, en sus argumentaciones, el aparente confort inmediato de sus ámbitos de actuación en detrimento de una transformación tan necesario como mandatoria.
Es cierto que la historia siempre se encarga de juzgar estas actitudes, pero el tiempo presente no puede privarse de la concurrencia de valientes y honestos profesionales de la educación, con más ánimo de implementar, aprender y corregir, que de describir bonitamente los razones que justifican la no acción.