El sabio Miguel Lillo (1862-1931) nunca dio trascendencia a las distinciones que le llegaban. Su biógrafo y amigo, el doctor Antonio Torres, cuenta que diplomas de gran relieve que le habían conferido, permanecían apilados en su escritorio, sin enmarcar. De todos modos, cuando se los otorgaban, tenía la cortesía de recibirlos.
El 16 de enero de 1920, escribía a su amigo, el doctor Adolfo Rovelli, quien se encontraba en Buenos Aires. Tras agradecer un cobro de pesos que le había encargado, no tenía más remedio que causarle, decía, “una nueva molestia”. Expresaba que “el ingeniero Enrique M. Nelson me escribe que en la Exposición Universal de San Francisco de California se me ha otorgado un diploma y medalla como autor (?)y me pide autorice a alguien para que los retire” en Buenos Aires, en la Dirección de Agricultura.
Adjuntaba la autorización y pedía a Rovelli que le hiciera el favor de traerle diploma y medalla, aunque “no tengo prisa”. Agregaba: “El señor Nelson es uno de los pocos amigos que tengo en Buenos Aires y tendrá gusto en recibirle; me pide datos de mi actual vida –pues hace años que no tenemos correspondencia- ; si logra hablarlo, cuéntele lo que sabe de mi actual vida”.
Como no podía con su genio, terminaba la carta hablando de la temperatura que, decía, “es muy molesta como de costumbre en este mes, pero el termómetro sólo llegó a 36 grados el 9 y en los demás días no ha pasado de 33, pero hay mucha humedad”. Había leído “con horror” que en Buenos Aires llegó a 38, lo que para esa ciudad “cuyos edificios son imitación de los que se construyen en la zona templada fría de Europa, es una cifra espantosa”.