Sergio Berensztein - Especial para LA GACETA

Se acelera la dinámica de crisis, se profundizan los múltiples conflictos que cruzan al sistema político y al conjunto de la sociedad argentina, se polarizan aún más los discursos de los principales protagonistas de una saga cuyos eventuales desenlaces son el sinónimo perfecto de la incertidumbre más absoluta. Nadie sabe lo que va a pasar. Todo es posible.

Hasta ahora, el híperpresidencialismo constituía el único pilar en el que se sustentaba el frágil equilibrio de un sistema político fragmentado, irregular y esclerotizado por el clientelismo, la ineficiencia y la corrupción, todo esto cementado por anacrónicos basamentos ideológicos de cuño autoritario y populista. Es decir, era imprescindible que se mantuviera la hegemonía intransigente del liderazgo presidencial para que la Argentina no se precipitara en el inevitable tobogán de la crisis y la creciente inestabilidad.

El normal funcionamiento de un sistema republicano, basado en la división de poderes y los mecanismos de frenos y contrapesos, constituía una amenaza crucial a la discrecionalidad que requería la creciente concentración de poder con la que Cristina Fernández de Kirchner (CFK) y su séquito se disponían a ir por todo. Lo mismo ocurría con la libertad de expresión, con el debate de ideas, con los principios elementales de una sociedad efectivamente democrática.

La fórmula no era en absoluto novedosa: en nombre de la igualdad, se trataba de suprimir el imperio de la libertad. Principalmente, esto implicaba terminar con la economía de mercado. Pero de ninguna manera alcanzaba con ello. En efecto, el “vamos por todo”, esa frustrada huida hacia adelante con la que CFK pretendió eludir -luego de su reelección en 2011- las profundas inconsistencias que arrastraba desde hacía tiempo su “modelo”, suponía un Estado todopoderoso, columna vertebral e imagen especular de ese híperpresidencialismo agresivo, unipersonal y sin límites. Patria, Nación, Estado y Poder Ejecutivo debían mutar y condensarse en un híbrido sintetizado y corporizado en CFK.

Esta estrategia, claramente emparentada con las experiencias de Venezuela y Rusia, que justamente por eso son junto con China y Cuba los principales aliados de la Argentina, se fue desmoronando de forma gradual sobre todo por las torpezas, la ineptitud y los caprichos obsesivos del Gobierno, más que por las resistencias de una dirigencia pusilánime y mediocre, y de una sociedad civil sumisa, patéticamente adormecida por la fiesta del consumo y descreída de su liderazgo y sus instituciones.

De este modo, la inflación, la asfixiante presión fiscal, el cepo cambiario, el impactante incremento de la inseguridad y el narco (los narcotraficantes), el colapso de los servicios públicos (incluyendo la crisis energética), la corrupción, el acuerdo con Irán, los conflictos con los servicios de inteligencia, la embestida contra la Justicia y los medios (de comunicación) no alineados fueron erosionando la popularidad del Gobierno, que por eso perdió las elecciones de 2013. Así, abortada la aventura hegemónica, el kirchnerismo comenzó una lenta agonía que se precipitó velozmente con la muerte de Alberto Nisman.

Coyuntura crítica

Entramos de este modo en una coyuntura crítica, cuyo recorrido es aún tan incierto como su final. En este entorno de tan precario y volátil, puede parecer demasiado arriesgado imaginar escenarios de corto y mediano plazo que incluyan una eventual salida de la crisis. Sin embargo, teniendo en cuenta la experiencia comparada de crisis de régimen y eventual regresión autoritaria, pueden establecerse algunos parámetros básicos de cómo puede evolucionar la grave situación política e institucional que atraviesa el país.

Sin duda, el escenario menos dramático sería que la crisis no siga escalando. A pesar del clima enrarecido y la creciente polarización, no habría otros episodios de violencia ni se alteraría el proceso electoral. Las embestidas del Gobierno en contra de jueces y fiscales independientes se irían disipando a medida en que avanza el año y se traban la mayoría de las causas en curso en los laberintos procesales características de estos casos. Los candidatos del oficialismo sufrirían parcialmente el desgaste experimentado por el Gobierno, pero no perderían del todo su competitividad, fundamentalmente a nivel nacional y en la Provincia de Buenos Aires. La economía seguiría acumulando distorsiones y no saldría de la larga recesión que ya lleva seis trimestres, pero tampoco se desencadenarían ajustes traumáticos, porque las expectativas de cambio seguirían influyendo decisivamente en los principales actores económicos.

Así, llegaríamos a las elecciones con una sociedad que privilegiaría un cambio de estilo y de políticas, pero inclinada a mantener algunas de las políticas implementadas en los últimos años, sobre todo en áreas como la seguridad social, la Asignación Universal por Hijo, etcétera.

Zona roja

Si por el contrario se profundizara la crisis y escalase el conflicto entre el Poder Ejecutivo y buena parte del Poder Judicial; si paralelamente se sucedieran otros hechos de violencia y/o se registrara un avance del Gobierno en contra de los medios de comunicación en el marco de las denuncias de “conspiración” y “golpe judicial”, entraríamos en una zona roja con costos y consecuencias aún muchísimo más significativos.

CFK podría decretar el Estado de Sitio dado el estado de conmoción generalizada, la inofensiva lejanía de las principales potencias y el apoyo activo de los gobiernos “amigos” de la región (en particular, Bolivia, Ecuador y Venezuela) para evitar el total aislamiento internacional.

Esta decisión podría disparar dos realidades bien contrapuestas. Por un lado, sería el comienzo de un régimen de excepción gracias al cual el oficialismo podría salir parcialmente fortalecido por la limitación a las garantías constitucionales y control de los recursos estatales, incluyendo las FFAA, de seguridad y el aparato de inteligencia. Por el contrario, como ocurrió a finales del gobierno de la Alianza, la declaración del Estado de Sitio podría impulsar una revuelta popular que profundizaría aún más el debilitamiento de CFK.

Si el Gobierno lograra imponer internamente el estado de excepción, incluyendo una eventual intervención, total o parcial, del Poder Judicial, quedaría totalmente desdibujado el proceso electoral, fundamentalmente porque no habría condiciones para desarrollar la campaña y porque el control de las elecciones está en la Argentina precisamente a cargo del Poder Judicial. Entraríamos de este modo en una etapa absolutamente irregular, afectando la legitimidad de origen de quienquiera surja ganador de las elecciones, si es que en efecto se llevan a cabo y no se postergan o suspenden. La economía experimentaría las consecuencias de la crisis política, sobre todo por la absoluta inseguridad jurídica y la desconfianza en un Gobierno de abierto corte autoritario y populista.

Si por el contrario, la sociedad se rebelase y se precipitara una situación terminal, esto podría derivar en un adelantamiento de las elecciones (tal vez con una suspensión de las PASO -elecciones internas y obligatorias-) o bien en el establecimiento de un Gobierno de transición que administre el proceso electoral y comience el sinceramiento de la economía, para simplificar, al menos parcialmente, la agenda del próximo Presidente. Los candidatos de la oposición tendrían un amplio margen de maniobra dado el desbande y el colapso del oficialismo.

Deficiencias

De este modo, todas las opciones que enfrenta la Argentina, en el corto y mediano plazo, son realmente lamentables y ponen de manifiesto las deficiencias estructurales de un país que no logró, todavía, conformar un entorno institucional mínimamente estable y consensuado. Se trata del principal problema que arrastramos desde hace décadas y que se profundizó desde que los Kirchner llegaron al poder. Es, también, el principal desafío que tenemos como sociedad, aun si evitamos caer en otra oscura experiencia autoritaria. (Especial)