En el contexto del WISE Summit 2014, que se llevó a cabo en Qatar a fines del año pasado, la institución dio a conocer los resultados de una encuesta global realizada entre su comunidad de expertos educativos. La encuesta intenta responder a la consigna de cómo será la escuela del futuro (en particular, del año 2030), y se realizó previamente a una agenda que trató intensamente el tema de la creatividad.
Hablar de la escuela del 2030 no debe ubicar nuestra atención sobre la futurología del ejercicio que ello podría suponer, sino sobre el trayecto que la escuela modelo-sociedad-industrial debe recorrer para intentar integrar en sus prácticas los avances producidos en tecnología, neurociencia y teorías del aprendizaje de los últimos 20 años. Nunca está de más recordar que es recién en la década del 90 en donde aprendimos el 90% de las cosas que actualmente sabemos sobre el cerebro, y que recién a principio de este siglo el mundo convergió tecnológicamente y comenzó a intercambiar información sin editores ni filtros en forma masiva. Hablar de 2030, entonces, no es tanto imaginar una escuela en particular, como imaginar lo que ya no necesitaremos de la actual por irrelevante.
En el ejercicio de analizar y reflexionar sobre los resultados de esta encuesta, es importante mantener presentes dos principios guía. Primero, ¿a quién debe serle útil la escuela? Segundo, ¿por qué deberíamos sostenerla en sus prácticas, repensarla o reemplazarla? El primer punto nos debe llevar permanentemente a la idea de que los escuelas tienen sentido solo si generan aprendizajes significativos para los aprendices. Si los alumnos, de cualquier edad, condición, credo o cultura, no activan su curiosidad, no despliegan su capacidad artística y creativa, o no encuentran áreas de interés vinculadas con incipientes vocaciones, entonces la escuela no tendrá sentido para ellos. Aun cuando aprueben exámenes, no aprenderán nada relevante para ellos. Y no comprenderán.
El segundo punto nos debe hacer pensar en los intereses que existen en tensión dentro de esta discusión entre adultos que se quieren desentender de la educación de sus hijos, profesionales que saben hacer solo algunas prácticas y no otras, y un estado que todo lo intenta “curar” con más dinero, más normativa y más regulación. La escuela no es solo una escuela, sino un territorio político y social en tensión y disputa. Cada vez que querramos impulsar un ejercicio de pensamiento de una escuela diferente, innovadora, dinámica, deberemos aceptar que muchas voces se alzarán desde adentro para evitar que el cambio ocurra. En definitiva, está en la naturaleza misma de la escuela ser un soporte del estado de cosas de cada momento histórico, y no un lugar de librepensadores que alientan transformaciones o revoluciones pacíficas.
Volviendo a la encuesta, a mi juicio muestra con claridad dos cosas. Primero, que innovar es un mandato y no una opción. Los sujetos de aprendizaje (niños, jóvenes e inclusive adultos en condición de aprendices) rechazan los formatos clásicos de clases expositivas, transmisión unidireccional de conocimientos, y la predefinición de roles en un proceso de enseñanza y aprendizaje. Frente a ellos, con la evidencia contundente del abandono escolar (45% en promedio en la región, entre los 14 y 16 años), malos aprendizajes y recanalización de energía y tiempo hacia formatos más interactivos, lúdicos y sociales, las instituciones no deberían ver en la innovación una opción sino una obligación impostergable. Por ello, el 93% de los encuestados se manifiesta en favor de escuelas que implementen métodos novedosos que integren nuevos abordajes de enseñanza y procesos creativos; 73% afirma que el rol de los profesores se modificará hacia el de guías de alumnos siguiendo trayectos autónomos de aprendizaje, y el 83% sostiene que los diseños curriculares no responderán tanto a mandatos del Estado sino a diseños a medida pensados para perfiles específicos del estudiantes/aprendices.
La segunda conclusión indica que la innovación no ocurre sino desde un territorio, normativa, cultura y práctica histórica en particular. Y esto es lo que hace muy difícil su emergencia.
La escuela actual no tiene las capacidades para innovarse desde adentro y se encuentra tan “presa” de su agenda como de su práctica histórica y competencias. Adicionalmente, el Estado no tiene los incentivos políticos para repensarse como sistema, dado que los plazos de concreción de las reformas educativas caen fuera del rango de tiempo con que opera la política. Por ello, el cambio hacia la escuela del 2030 delineado con tanta claridad y contundencia por los expertos, no se dará con naturalidad.
Es importante que la sociedad entera se involucre en la transformación del sistema. De hecho, el 70% de los encuestados indica que el Estado no será más el mayor contribuyente del financiamiento de la educación, sino que las familias y los empresas pasarán a tener un rol predominante. Es importante entender este dato en un contexto histórico de récord de gastos público en educación como porcentaje de Producto Bruto Interno. En vez de sumar plantilla docente (más del 90% del gasto público en educación se utiliza para pagar salarios), el Estado debería invertir en agencias de medición de calidad, en laboratorios de data analysis (el 95% de los encuestados cree que el big data cumplirá un rol relevante), en programas de certificación de competencias y en formatos innovadores.
En conclusión, la encuesta de referencia suma evidencias y confirma que, sin innovación, los chicos y todos los demás abandonarán los formatos clásicos de enseñanza (por ejemplo, la escuela), por considerarlos irrelevantes,.
Solo resta verificar cuál sociedad poseerá un interés suficiente en el tema, y será capaz de sostener una implicación en el tiempo, inclusive entre diferentes gobiernos, para comenzar a transitar ese camino hacia el 2030. En nuestra región, sugiero prestar atención a los procesos que se están llevando adelante en Chile y México. En Argentina, sin dudas, esta será la discusión más importante de un 2015 plagado de discursos y promesas electorales.