Es una realidad consabida que los Tribunales no actúan con la celeridad deseada. En una entrevista publicada ayer, Antonio Gandur, presidente de la Corte Suprema de Justicia, admitió que la organización judicial sigue siendo lenta. Esta situación frustrante es antigua y tiene un grado de aceptación que resulta preocupante: a esta altura parece que la sociedad toda, empezando por jueces y siguiendo por abogados, se ha acostumbrado a la Justicia a destiempo que, como dice la máxima incontrovertible, no es justicia.

Ese acostumbramiento quizá tenga que ver con el hecho de que ha habido intentos de remediar la mora que en la práctica se han manifestado impotentes para revertir el atraso. Sólo a modo ejemplificativo, cabe enumerar entre las medidas adoptadas en la última década la incorporación de la mediación obligatoria para el fuero civil; el establecimiento del doble turno en la mayor parte de los Tribunales; la creación de la Oficina de Gestión y del Cuerpo de Auditores; el ensanchamiento histórico del personal judicial y la celebración de concursos para el ingreso de ayudantes. En paralelo y desde la gran emergencia del período 2006-2009, cuando por la judicialización de la última reforma constitucional no hubo método de selección de magistrados, el Estado designó 78 magistrados, número que implica la renovación de casi el 50% del plantel de la judicatura (incluye defensores, fiscales y jueces).

Este panorama desalentador se complementa con la constatación de que, con la excepción de los cargos de magistrados creados para ampliar la Cámara Civil y Comercial de la Capital; para fundar la delegación de Banda del Río Salí; para especializar la ejecución de sentencias penales y para incrementar el número de fiscalías, en la última década no ha variado el tamaño del Poder Judicial. Aumentó sustancialmente el número de empleados y de funcionarios, pero la estructura de jueces sigue siendo casi la misma de 1991, cuando tuvo lugar la intervención de los Tribunales. Y por encima de todo ello, la conflictividad social y la correspondiente demanda de justicia se dispararon como nunca antes. Corresponde concluir, entonces, que el Estado no ha sabido invertir en la Justicia o que no ha tenido la sensibilidad para prever las necesidades judiciales de la población. A ello se suma la percepción de que hay un sector del poder político al que le conviene la existencia de unos Tribunales débiles y extenuados. Por algo la persecución de la corrupción en los límites provinciales parece hoy una hazaña cuando debería ser normal. Pero si bien es cierto que el funcionamiento efectivo y eficaz de la Justicia independiente no necesariamente acarrea un repliegue de la criminalidad, tarea preventiva que corresponde al cuerpo policial, también es verdad que una Justicia aletargada, morosa y sumergida en laberintos burocráticos representa un aliciente adicional para delinquir.

En cualquier caso, la lucha por la justicia define los niveles de desarrollo de una sociedad, y es el punto de partida para su progreso moral y material. Y no se trata de un problema exclusivo de jueces y políticos, sino de un asunto vital para el ciudadano común. Hay que medir y publicitar los rendimientos; emular y reconocer los modelos de trabajo que funcionan, y purgar al Poder Judicial de aquellos miembros que están vencidos por la inercia. Si logramos recomponer la justicia, todos los demás valores que anhelamos vendrán por añadidura.