La reforma constitucional de 1994 le asigna al Jefe de Gabinete de Ministros una serie de funciones de extrema seriedad institucional. La Carta Magna le impone “ejercer la administración general del país”, entre muchas otras misiones. El cargo demanda equilibrio, inteligencia y cintura política, atributos de los que Jorge Capitanich careció ayer mientras rompía dos artículos del diario Clarín en vivo y en directo desde la Casa Rosada. Fue un gesto grave que excede el público enfrentamiento entre el Gobierno nacional y el grupo que edita ese matutino. Desde el atril, Capitanich empleó la violencia física y verbal (“hay que hacer esto”, sostuvo al tiempo que partía al medio las páginas). El mensaje afecta a la prensa en su conjunto y representa, con la misma carga explícita de un diario que se hace pedazos, la incomodidad y la exasperación que le provoca la libertad de expresión a un Gobierno que se siente abanderado de los derechos civiles.

Es necesario detenerse en la potencia del gesto, que no es aislado ni constituye un exabrupto. Hay un contexto de permanente confrontación con la prensa independiente en el que la administración kirchnerista se siente cómoda, teniendo en cuenta la lógica con la que hace política. El año electoral presupone una escalada de movidas como la ensayada por Capitanich. Año electoral cuyo telón se corrió con el delicadísimo caso de la muerte del fiscal Nisman, episodio que copó la vida de las Redacciones durante enero, con todo lo que eso molesta en la mesa chica de Olivos.

Capitanich no mueve un dedo sin el aval de la Presidenta de la Nación. Es su vocero: el encargado de llevar a la práctica lo que Cristina piensa y ordena. Que un funcionario de su jerarquía haga trizas la libertad de prensa mirando fijo a cámara desnuda una simbología poderosa. La certeza de que siempre se puede llegar más lejos, de que no hay límites ni formas que respetar porque las garantías constitucionales -en este caso de quienes piensan distinto- están subordinadas a la obligación de sostener un relato. Y a propósito, si el Jefe de Gabinete siente que es correcto romper un diario en público, ¿qué puede esperarse de un fanático?

Vienen meses de intensa actividad política, una catarata de elecciones que cruzará el país semana a semana. Con esa velocidad irá modificándose el tablero, al compás de resultados que mejorarán o agriarán el humor de una administración en retirada, pero dispuesta a mantenerse en el centro del ring hasta el último segundo. La ciudadanía irá a las urnas con un ojo en el cuarto oscuro y el otro en el bolsillo. La investigación del caso Nisman seguirá, es de suponer que con vigor y eficacia. De todas esas vicisitudes -los comicios, la marcha de la economía, la explicación que encuentre la Justicia a lo ocurrido con el fiscal- dará cuenta la prensa. El Jefe de Gabinete inauguró febrero con un gesto preocupante: el tratamiento de toda esa información, su potencial descalificación, puede ser el último round de una pelea que lleva demasiados años.

Lo que no puede pasar inadvertido, más allá de esta agotadora esgrima política que involucra a numerosos medios, es lo trascendente y gravitante del gesto de Capitanich. Por su rango, por su responsabilidad, por el escenario elegido y por la crudeza del gesto. Cualquier intento que roce o atente contra la vulneración de un derecho, en este caso la libertad de expresión, merece una condena firme de la ciudadanía en su conjunto.