Muy de a poco, comienza a absorberse el profundo impacto generado por la gravísima denuncia y la posterior muerte del fiscal Alberto Nisman, acontecimientos que han hecho temblar a la estructura del sistema político y que continuarán dominando la agenda política y mediática de la Argentina por mucho tiempo. Continúa la conmoción de buena parte de la opinión pública, profundizada por la esotérica reacción de la Presidenta, empeñada en convertirse en la verdadera y casi única víctima de una saga que promete más novedades y nuevas escenas que expondrán sin matices la notable decadencia de la política argentina.
Sin embargo, paulatinamente se entremezclan otras cuestiones vinculadas a la dinámica electoral, la puja salarial y la recesión económica, a las que trata de moldear con alicaídas reacciones un oficialismo desesperado por instalar nuevos temas. Sin embargo, el kirchnerismo despliega en esos fútiles esfuerzos una de las características más notables de los últimos tiempos: los principales conflictos de la Argentina son el resultado del estilo de liderazgo, de las prioridades y de los métodos desplegados por la Presidenta y su equipo. En efecto, la inseguridad, la inflación, los problemas de empleo, la crisis energética y la corrupción han sido y son principalmente generados, por acción u omisión, por el gobierno nacional.
Si bien la muerte del fiscal Nisman ha desplazado por ahora la atención de sus denuncias de encubrimiento, es probable que en surjan elementos significativos en el contexto del avance de la causa que lleva adelante el juez Ariel Lijo. Ello permitirá finalmente discernir si las escuchas hasta ahora conocidas son solamente una muestra más de la esperable tosquedad de esos pasajeros protagonistas que inexplicablemente abundan en el folklore político nacional (al fin y al cabo, los DElía y los Esteche de hoy son los Tula y los Ikonicoff de hace dos décadas). O si, por el contrario, constituyen la punta del iceberg de un trama muchísimo más compleja de influencias y negociados, donde no solamente estaría en juego el caso AMIA sino que, aunque parezca ciencia ficción, Argentina aparecería claramente comprometida en una hasta ahora desconocida coalición regional de apoyo al régimen de los ayatolas iraníes integrada también por Cuba, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua.
¿Se veía acaso Cristina, desde comienzos del 2011, como la única capaz de reemplazar en el liderazgo de ese grupo de países al ya por entonces enfermo Hugo Chávez? ¿Explica eso el distanciamiento con los EEUU y otras potencias de Occidente, incluyendo el inédito episodio ocurrido el 10 de febrero del 2011 cuando el gobierno argentino ordenó la incautación de la carga que traía un avión de la Fuerza Aérea norteamericana que transportaba material para un curso en el que participarían 40 oficiales del Grupo de Operaciones Especiales (GEO) de la Policía Federal? ¿Son los posteriores acercamientos a Rusia, y la alianza estratégica con China, parte de la misma medular reorientación de la política exterior de la Argentina?
Semejante entrelazamiento con países abiertamente no democráticos y/o con profundas desviaciones autoritarias y políticas económicas híper intervencionistas impactaría decididamente en el funcionamiento y valores de la política argentina. ¿Era esa la traducción más realista del famoso “vamos por todo” posterior al arrollador triunfo del 2011? Algún historiador del futuro analizará estos años K y podrá identificar en el segundo mandato de Cristina algunos de los ingredientes de las añejas recetas de cambios revolucionarios tan comunes en esos manuales de setentismo trotskista que abundaban hasta no hace mucho en las mesas de saldos de las librerías de la calle Corrientes. A saber: (1) un Estado cada vez más grande y omnipresente, controlado por un grupo pequeño y homogéneo de cuadros, liderado por una figura popular e influyente y con un efectivo sistema de alianzas regionales e internacionales; (2) un sistema político fragmentado y sumiso, sin capacidad ni recursos para detener la ofensiva transformacional del líder y sus aliados internos e internacionales; (3) una sociedad civil versátil y proteica pero descoordinada, fácilmente controlable con dosis cambiantes de consumo, esperanza, miedo y disuasión; (4) una gran capacidad de propaganda y control interno; es decir, medios afines, mensajes bien diseñados y un poderoso aparato de inteligencia y seguridad férreamente alineado y controlado por el poder central. Es decir, el “vamos por todo” podría haber implicado una estatización de buena parte de la economía, un control de la sociedad, una desarticulación de la oposición política y un nuevo papel de las fuerzas armadas y de seguridad como columna vertebral del modelo. La revolución a la vuelta de la esquina.
Tal vez la investigación disparada por la denuncia de Nisman cinco días antes de su sospechosa muerte nos permita entender si esa hipótesis es sólo una tardía maquinación impregnada de elementos típicos de época de la “Guerra Fría” o si, por el contrario, más allá de las torpezas de los protagonistas y de los monumentales errores de gestión, en efecto Cristina buscaba “chavizar” Argentina. ¿O “cristinizar” Venezuela y el conjunto de países “bolivarianos”?
Cambio de tema
Enredado en una notable sucesión de errores de diagnóstico y comunicación, el gobierno no lograba retomar el control de la agenda y desviar la atención de la opinión pública hacia otros temas. En esa dinámica, los costos parecían acumularse al punto de potenciar conflictos de innegable complejidad: será por mucho tiempo recordada la humillación que sufrieron muchos gobernadores y referentes del peronismo firmando el documento de apoyo a CFK y su versión conspirativa y victimizante respecto de la muerte de Alberto Nisman. O su visible incomodidad en el acto del jueves pasado junto a la presidenta.
En ese peculiar contexto, a muchos le sorprendió que el salvataje comunicacional fuera promovido por la oposición más furiosamente anti K: la foto de Mauricio Macri junto con Elisa Carrió y la oficialización de su acuerdo electoral desvió efectivamente la atención de la opinión pública de forma mucho más clara y sutil que, por ejemplo, la nonata candidatura de Roberto Carles a la Corte Suprema. Asimismo, mientras que la UCR experimenta otro profundo cimbronazo interno derivado de la falta de consenso en adherir a una coalición tan “derechizada”, en el gobierno se regocijan escuchando las declaraciones de los “viudos y huérfanos” de UNEN, y se preparan para cuestionar la sustentabilidad y certidumbre que podría tener una eventual administración liderada por una coalición tan heterogénea y sin garantías de gobernabilidad.
La incertidumbre del proceso electoral, lejos de reducirse, se incrementa como resultado de estos movimientos de parte de la oposición y de los devaneos de un oficialismo que yace perdido aún en el centro del ring, lastimado por sus propios errores, aturdido en sus propios discursos, ahogado por una recesión económica y una inflación que desmienten las falsas sonrisas de los anuncios oficiales, víctimas de las propias trampas que confunden cifras vacuas y la dura realidad.