El escenario es un caserío al borde del mar habitado por hombres de posguerra que añoran ver una pareja besándose. Aquellos horizontes limitados convencen a Alfredo de que hay que irse para triunfar. Pero Toto cree que la felicidad reside en la cabina del único cine del lugar, junto con Alfredo y las películas censuradas que el pueblo devora día tras día. Son dos proyectos de vida antagónicos en la misma aldea de Sicilia: dos maneras de librarse mutuamente de las fauces de la pobreza por el arte, la amistad y el afecto.
Toto es monaguillo y se duerme en misa porque, según dice al cura Adelfio, prueba bocado de cuando en cuando. Sus tesoros entran en una caja de lata: los fotogramas eróticos reprobados que roba sistemáticamente a Alfredo y un par de retratos de sus padres. Una mañana se cumple la profecía y el “cofre” se prende fuego: su hermana pequeña se salva por los pelos. Otra mañana llega la confirmación de la noticia que presiente: su padre ha muerto en Rusia luchando una guerra incomprensible.
A Toto sólo le queda la máquina que hace magia, pero Alfredo se niega a aceptarlo. Lo echa una, dos, tres veces hasta que un día se ve compelido a recurrir al niño para paliar de la vergüenza del analfabetismo. Entonces comienza otra historia: la del encuentro de dos seres de lejanías que se fugan de la realidad por medio de las aventuras que proyectan en la pantalla. Y una noche, convierten la piazza en un cine al aire libre para los vecinos que no caben en el recinto. Y esa noche la cinta vuelve a provocar un incendio: mientras todos corren hacia afuera, Toto entra a la sala y logra sacar a Alfredo.
El cine ahumado también consigue revivir. Entonces cambian los papeles, y Toto hace de Alfredo y Alfredo -ciego pero más visionario que nunca- hace de Toto. Pasan los años entre comedias y tragedias, y aparece la película incombustible. “El progreso siempre llega tarde”, sentencia Alfredo con neorrealismo italiano. Toto, que ya es Salvatore, se enamora a lo Clark Gable y la vida le depara un romance con final de Casablanca.
“Antes o después llega el tiempo en el que hablar o callar da lo mismo”, acota un Alfredo ya obsesionado con la partida de Toto. El tren de las despedidas lleva a un joven conquistador de Roma. Se abre el paréntesis cinematográfico de la ausencia y la vejez. Para cuando Toto retorna a su isla, todo se ha esfumado. “Ahora el cine es sólo un recuerdo”, afirman entre funerales y reencuentros. Pero Alfredo preserva la película de los besos y abrazos recortados por orden del padre Adelfio. Se trata de 50 escenas de amor con partitura de Ennio Morricone que por sí solas justifican la vuelta a ese hogar sentimental llamado “Cinema Paradiso”.