- ¿Director o dramaturgo?

- Ambos. Cuando uno escribe y no dirige, a veces su imaginación es más desbordada, tiene límites de los que después uno no se hace cargo, porque lo hace luego el director. Así que cuando escribo para mí, preveo eso y me autolimito, me anticipo.

- ¿Mucho?

- Ahora no escribo tanto. Estoy escribiendo versiones, que son lo que más me tiene ocupado.

- ¿Versiones de Chéjov?

- Chéjov, Ibsen… Antes escribía mucho originales y dejé de hacerlo.

- ¿Por qué?

- Porque las escribía para otros directores. Es raro que tome materiales míos porque tienen un color dramático que a mí no me interesa como director. Y hay autores que sí, que tienen una paleta que me atrae.

Si no puedo escribir como Chéjov, entonces lo intervengo.

- ¿Tragedia hiciste?

- ¿Clásicos? No.

- Quiere decir que griegos y Shakespeare…

- No, tampoco. Estoy siempre tratando de entrar a Shakespeare, lo habré intentado unas diez veces, y cuando estoy ahí, me doy cuenta de que no es lo mío. No me gustó el resultado.

- ¿Por qué?

- Siento que me es ajeno, no me gustan las obras de muchos personajes… Me gustan las obras de Chéjov para montar.

- Un teatro intimista

- Claro. Los personajes de Chéjov están revestidos de una necesidad de creer que en el otro está la felicidad, o que la felicidad está en otro tiempo que va a venir, que en este momento nos toca sufrir pero que ese sufrimiento va a ser recompensado. No hablo en términos religiosos, sino humanos.

- ¿Qué otros autores te provocan entusiasmo, respeto...?

- ¿Envidia?

- Envidia también.

- Chéjov (reímos). No tengo inconveniente en sentir envidia. Tennessee Williams, Arthur Miller... Creo que Miller es un autor que con muchas ganas plagiaría. Agarraría una obra de él y pondría mi nombre. Me gusta la escritura yanqui. Mi favorito es Carver. Es de una emotividad, de una fuerza… me emociona leer cualquier cosa de él. Ahora estoy con Pirandello, me gusta mucho cómo plantea situaciones, tiene un carácter agresivo que me encanta. Las obras parecen empezadas, arrancan desde un lugar de crisis. Estoy tratando de meterme con Seis personajes en busca de un autor. En su momento habrá sido maravilloso. Pensé en hacer algún arreglo.

- ¿Ves que envejeció?

- No. Lo que cuentan los personajes en algún momento se me acaba… Entonces pensé en personajes shakesperianos ¿Qué pasa si los personajes, en vez de llamarse Lear, Hamlet… se llaman “La madre”, “El padre” y cuentan una tragedia que Shakespeare no escribió? Quizás empiezo a hacer eso. Me parece que esos personajes deberían tener un correlato conocido, que la gente vea la obra y diga “pero estos seis personajes son tal, tal y tal”.

- ¿Cómo aparece Shakespeare?

- No sé todavía. Pensé en esos seis personajes que entran en un teatro contemporáneo y que esos actores que buscan un autor, buscan a Shakespeare.

- Muy lindo.

- Muy lindo, sí, pero hay que escribirlo (reímos). Cuando me pongo aparece la dificultad. Es más, los que versioné fueron Chéjov e Ibsen. Ibsen no me pareció para nada de la calidad de Chéjov, que sí es un autor para su tiempo. Chéjov escribe para ahora, para hoy. Pienso que sus dramas siguen vigentes.

- ¿Siempre son autores muertos?

- ¿Los que uso? Mirá, te nombré a Pirandello porque es de dominio público y tengo libertad para hacer lo que quiero. En realidad es eso. Pero a Arthur Miller lo agarraría y me gustaría meterme en él. De alguna forma lo hice, cuando hice una versión de El descenso del monte Morgan. Yo quiero hacer teatro y hacer algo que emocione, que guste. No es mi intención romper por romper. Cuando me meto con autores que son ya de dominio público, tengo la posibilidad de modificar las partes que no me gustan por otras nuevas. Por lo general llego a buen puerto o a algo que a mí me gusta. Las versiones de Chéjov, aun amándolo a él, son las que hice yo. Para mí es la base de mi trabajo. Como lo admiro tanto, lo siento mío, como si me hablara a mí. Con Pirandello vamos a ver ahora…

- ¿Y esa mimesis que hay con Chéjov no te inspiró a hacer algo con esa historia?

- Sí, cuando empecé a escribir, quería escribir personajes paralelos pero no podía. Chéjov es único. Creo que a veces se malinterpreta su teatro en cuanto a los tempos, a las atmósferas, a lo que significa disfrutar de la vida…

- Chéjov no me parece optimista.

- Para mí es optimista, porque si no, no podría escribir. Creo que es un hombre que tendía hacia la belleza, y la belleza es optimista. Uno puede escribir obras muy graciosas y optimistas, y no serlo. Yo creo que él era una persona que amaba la vida, un comediante. Sus obras son comedias. Fui a Moscú con sus obras, y la gente se reía mucho. Para ellos, Chéjov es humor. No comicidad, sino humor.

- Se puede ser pesimista y tener un gran humor.

- Sí, pero yo creo que él no es pesimista. Donde hay belleza, hay optimismo. Los finales felices pueden ser mentirosos y empujados…Yo detesto los finales felices.

- ¿Casa de muñecas? Tiene un final difícil de etiquetar.

- Cuando la leí me gustaba. Cuando me metí pensé “esta obra es un infierno”. Ibsen escribió el final, con la idea de decir tal cosa sobre la mujer, algo muy respetable para su época ya que la mujer no era considerada un ser humano, y después escribió el resto de la obra a ver cómo llegaba a eso. La obra está empujada por Ibsen; así lo sentí.

- ¿Frecuentás divanes?

- Mi última terapia fue cuando me separé. No hice diván, hice cara a cara y me fue muy bien. No sé si el diván es para mí.

- ¿Influyó la terapia en tu forma de escribir?

- Sí, supongo que sí, seguramente. Somos seres analíticos. Los argentinos analizamos mucho lo que vemos. No es que sea un material en el que yo me base para escribir, pero por supuesto tiene su importancia.

- La frase “basada en un hecho real”, ¿te parece que realza o desmerece una obra?

- Depende de lo que se haga. Yo creo que a vos no te gusta.

- No, para nada. Me interesa más lo que crea la imaginación que copiar la realidad.

- Pero pensá que no es copia de la realidad. Dice “basado”. La realidad debe ser modificada y recortada para que sea dramática. No todo hecho cotidiano, por más fuerte que sea, es dramático, desde el punto de vista teatral.

- Y a veces no hay ni siquiera fortaleza.

- Sí, pero a veces lo utilizo mucho para dirigir. Llegado ahí me pregunto: ¿esto sucede en la vida natural? Quiero una obra dramática que no es real pero que tenga una pátina de realismo. Que la gente esté viendo algo que no existe, pero que crea que puede existir.

- Pero no naturalismo.

- No, no naturalismo. Al contrario. Llego a repetir escenografías…

- ¿Cuándo es que se prende la luz roja que dice “aquí esto hay que modificarlo por completo”?

- Hay un sensor, un sismógrafo especial. El director es el primer espectador. Necesito que los actores me sorprendan, me conmuevan… Me detengo cuando no entiendo por qué el actor hace determinada cosa. Necesito que el actor conmueva al espectador.

- ¿Hablás mucho con los actores?

- Sí. Creo que, en el teatro, son más importantes que todo el resto. Una vez que estrenamos, la obra es de ellos.

- ¿Modifican muchas cosas?

- Sí. Y me interesan esos cambios. Yo voy entendiendo la obra, lo que pasa realmente, cuando la dirijo, cuando la voy montando. Es un desconocimiento ante el que antes me sentía débil, ahora al contrario. No tengo nada estructurado, no sé nada. Sólo quiero que el actor sepa la letra. Después vamos viendo en los ensayos. Me ha pasado con obras que hice varias veces. Cambia el elenco y cambia mi mirada sobre la obra. El actor es el que da el tono al material. Es mi modo. Otro director te va a decir que de ninguna manera.

- Tienen que ser inteligentes, sensitivos…

- Que sepan que están haciendo un trabajo en conjunto. Prefiero eso con una obra mediocre y no la mejor obra del mundo con los mejores actores que yo no pueda manejar. Pueden funcionar, pero conmigo, como yo trabajo, no. Estamos en el mismo nivel y yo sólo indico qué, por dónde. Sé lo que hay que hacer, y ellos saben cómo. Mis pedidos a los actores son muy simples. No les pido nada que no puedan realizar. No hay ninguna exigencia poética que no puedan comprender o no puedan transformar en una acción física.

- ¿Chéjov no siempre fue aceptado con la unanimidad que lo es ahora?

- No. La Gaviota, por ejemplo, fue un fracaso.

- ¿Cuándo empezó la revalorización?

- Con Stanislavski empieza ya a ser considerado un autor que cambia la forma de crear drama. Ya pasaron 130 años de las obras de Chéjov. El público también se modificó. Cuando se respeta a Chéjov de una forma muy estricta, a mí me aburre. Siento que lo conozco mucho, que hay un formato para la construcción de sus obras que el público ya conoce. La expectación cambió, entonces necesita una pátina nueva. Por eso lo modifico. La estructura, lo que él propone, sigue siendo maravillosa.

- Hay gente que protesta porque los autores actuales no cuentan historias. Eso me lo decía Tito Cossa: “A mí me gusta que cuenten historias”.

- A mí también. Tiene que ver con la edad. Cuando empecé a escribir, escribía formas, cosas sin sentido. Con el tiempo empecé a sentir que lo que a mí me atrapa son las historias. Y que me las cuenten bien. Creo que el que construye una buena historia tiene un elemento de comunicación muy fuerte. Antes no defendía tanto la historia. Pasé por varios estamentos hasta volver a la historia, a la emoción. Quiero conmover al público. No quiero que el público vea a un autor inteligente, un director ocurrente, o un buen actor. Quiero que se meta en la obra, en esa marea de ilusión, de estar en otro lugar, y que cuando termine la obra, se vaya, que no vea formas, actuación, que no se dé cuenta de que ha estado viendo teatro.

- Veo que vos has hecho obras con una escenografía que estaba preparada para otra obra ¿Eso no le produce al actor una especie de sentimiento de ajenidad, de extranjería?

- Hay una escenografía que usé en cuatro o cinco obras. Una esquina con dos puertas, muy simple. Nunca sentí que estábamos en la otra obra, los actores tampoco. Uno habita la escenografía y los actores saben lo que tienen que hacer. De eso se trata, de hacer cosas concretas para conmover al espectador. Si hacen lo que tienen que hacer, la gente se olvida de la escenografía.

- ¿El actor se emociona a veces?

- Si el actor se emociona o no, no me importa. Tiene que producirse algo. Lo que no me interesa es cuando el actor lee y asume que en tal momento tiene que emocionarse. Y por ahí no es así y la obra no lo requiere. Estamos a veces presos de ideas de teatro, de obras que vimos o de lo que ensayamos en escuelas… pero al personaje lo vamos a descubrir cuando lo trabajemos. Yo meto ese personaje en el actor, no meto el actor en el personaje. Por eso cuando cambio actores, se modifica la escena.

© LA GACETA
Por Asher Benatar - Para LA GACETA Buenos Aires


PERFIL
Daniel Veronese nació en Buenos Aires, en 1955. Es autor de más de 20 obras y dirigió más de 30. Recibió los premios ACE, el Max Iberoamericano, el Municipal de Dramaturgia y el Konex de Platino, entre otras distinciones.