Legisladores que se acusan entre sí de ostentar riquezas exhorbitantes y se pasean en vehículos carísimos, intendentes que se construyen mansiones en ciudades pobrísimas, funcionarios que a su vez son proveedores del Estado y candidatos investigados por presunto enriquecimiento ilícito. ¿Qué tienen en común estas ideas? Que todas crecen al amparo del cerrojo legal que impera en la provincia para dar protección a quienes tienen responsabilidades públicas.
En el 2014 que acaba de despedirse, la Ley Nacional de Ética en el Ejercicio de la Función Pública cumplió 15 años. Sin embargo Tucumán, junto a otras 11 provincias, nunca adecuó sus normas a los estándares internacionales de transparencia que persigue el texto aprobado por el Congreso en 1999. Intentos, a lo largo de este tiempo, hubo muchísimos, pero todos quedaron en el olvido de los expedientes archivados en la Legislatura. Por el contrario, la Provincia sostiene una ley de 1973 (cumplirá 42 años en agosto) que les garantiza tranquilidad a sus funcionarios, al establecer que sus declaraciones juradas son secretas y que sólo pueden ser abiertas en caso de que medie un fallo judicial. Es decir, en lugar de brindar herramientas a los ciudadanos para que controlen a sus representantes, el marco legislativo local se las quita.
Sí hay en Tucumán tímidos esbozos de normas de transparencia, como el estatuto que regla el accionar de los empleados del Estado; la Ley de Administración Financiera (6.970), que cuenta con algunas disposiciones anticorrupción referidas al manejo de los fondos públicos; y la Ley de Procedimientos Administrativos (4.537), que presenta elementos para resguardar la imparcialidad en las decisiones del Estado y fija las causales de reacusación y excusación de todo funcionario. Es todo. Como contrapartida, los proyectos de ley de ética pública presentados periódicamente en la Cámara son desestimados por el oficialismo de turno. El más reciente caso es el de una iniciativa de las entidades profesionales de Tucumán. Desde septiembre de 2013 que el proyecto descansa en los escritorios legislativos, pero el presidente subrogante de la Cámara, Regino Amado, acaba de anticipar que el estudio de esa norma no está en la agenda de la Legislatura.
De sus palabras se desprende entonces que los tucumanos despedirán en 2015 la gestión de José Alperovich sin poder saber cuál es la patrimonio del hombre que condujo a puño apretado la provincia durante más de una década. De la misma manera, se irán sin rendir cuentas a la ciudadanía una decena de intendentes, una veintena de legisladores y un centenar de concejales que ocupan cargos públicos desde 2003. ¿Se irán más ricos o más pobres que cuando asumieron? No tener una respuesta irrefutable y documentada para esa pregunta demuestra la importancia de contar con reglas claras que le permitan a la sociedad acceder a información que debiera ser pública. En Tucumán ni siquiera se conoce cuánto gana un legislador o un concejal, porque hay una caja informal de recursos -bajo el rótulo de gastos sociales- a la que meten mano tanto oficialistas como opositores. La política se financia y funciona bajo ese grado de oscurantismo, y aquel que alguna vez pretende correr el velo para echar un poco de luz pasa inmediatamente a sentir el frío del desamparo. En consecuencia, todos terminan por aceptar como disciplinador político a la discrecionalidad económica de quien reparte los dineros públicos a su antojo. Ejemplos sobran. Hay anécdotas de ex legisladores opositores que en un principio se negaban a percibir los gastos de bloque y que al constatar que el sueldo en blanco no les alcanzaba fueron a golpear las puertas de la Presidencia de la Cámara. Entonces, comenzaron por retirar una porción de esos recursos en negro, pero para no “manchar” sus manos pidieron que alguno de sus pares oficialistas hiciera de intermediario. Hasta que al final iban en persona a buscar lo que les correspondía.
Así, mientras no existan leyes que faciliten a los ciudadanos el acceso a información elemental para juzgar a sus funcionarios, los tucumanos deberemos conformarnos con asistir atónitos a acusaciones e insinuaciones de corrupción entre nuestros propios representantes. Total, la ley los blinda con la misma fuerza con la que desampara a la sociedad.