El príncipe Hamlet, acaso el más metafísico y torturado de los personajes de Shakespeare, aún sigue hablándonos en este particular siglo XXI. Y nos habla casi de soslayo, para evitar el anatema de la sospecha. Nos dice, por ejemplo, que algo sigue oliendo mal en las modernas Dinamarcas que nos rodean. Y su célebre monólogo en castillo de Elsinor (ese que se inicia con la inolvidable “Ser o no ser, ésa es la cuestión. Morir, dormir, tal vez soñar. He aquí el obstáculo”) tiene una pasmosa actualidad. Porque, seamos sinceros... si Hamlet fuera -mágicamente- un príncipe real y viviera justamente aquí, en esta provincia, ¿acaso no quedaría sorprendido por la pestilencia política y moral que nos azota?

De hecho, cuando Hamlet habla con los cómicos que van a representar delante del nuevo rey, su tío, el ignominioso asesinato de su padre que le ha permitido a éste llegar al trono, les comenta que el arte dramático es, al fin y al cabo, un espejo para la humanidad. ¡Y vaya qué espejo! Un espejo que, en el caso de Hamlet, nos sigue reflejando nuestras pobrezas y conductas erróneas. Casi como un verdugo. Él, que se erigió como justiciero demencial y marcó a fuego la historia de la Literatura, nos habla hoy de frente con la misma convicción que en aquellos años isabelinos. Nos dice, por ejemplo, que la corrupción enquistada en todas las esferas del poder se ha vuelto tan cotidiana que ya no causa asombro sino resignación. Que el discurso político se ha degenerado en casi todo el mundo, pero que aquí llevamos una horrible ventaja. Que lo que llamamos progreso es, en realidad, un retroceso y el ejercicio cívico, un inexplicable show. Que el tener es una virtud y el ser, una enfermedad. Que ya nadie se atreve a confiar porque todos son extraños. Y, fundamentalmente, nos dice que nos hemos resignado a la mentira y a la ficción política.

Sí, porque como pasaba en aquella Dinamarca retratada por el bardo de Stratford-upon-Avon, nuestra clase política está enferma de autismo civil. Es decir, tiene un serio déficit de proximidad social, una evidente incapacidad para comunicarse con la ciudadanía y un desprecio absoluto por los problemas cotidianos. Por eso el miedo a los saqueos ha vuelto a ser el gran tema de conversación en los cafés, en las canchas de fútbol y hasta en los mitines de los candidatos. Hay comerciantes que, incluso, ya han comenzado a tomar sus propias precauciones para evitar el oprobio que les arrebató la esperanza en diciembre del año pasado. Y lo más llamativo es que los síntomas de este síndrome autista proliferan en todas las formaciones políticas: oficialistas y opositores por igual. Ninguno parece darse cuenta de que el hartazgo es ya una moneda de cambio y que para evolucionar hay que empezar a escuchar. A Hamlet nadie lo escuchaba. Era tomado por loco. Y tal vez lo estaba, pero su locura tenía una recta razón.

¿Cuál es la recta razón en nuestra sociedad? ¿Abrir los ojos y ver? ¿Cuestionarse, dudar y escuchar la voz de los “espectrales” ancestros cuando éstos nos hablan al oído? ¿Gritar a viva voz nuestra rebeldía? Para muchos, lo que necesitamos desesperadamente es avivar las llamas. Las llamas de la cordura y la democracia civilizada. Salir de la chatura educativa, de los discursos políticos inútiles, de las promesas que nunca se cumplen, de las obras presentadas con bombos y platillos, de las inauguraciones llenas de autoridades somnolientas, de los eufemismos políticos, del consumismo desmedido y de los tristes manuales de autoayuda... Y, volviendo a Hamlet ¿qué sería mejor para nosotros? ¿Ser o tener? Esa es la cuestión, la gran pregunta, nuestra responsabilidad y nuestro desafío. Lo ideal -lo difícil, en realidad- sería llegar a un equilibrio, conocer las auténticas prioridades y tener una escala de valores para seguir en consecuencia. Lo demás -como diría Hamlet- es silencio.