A los 8 años, Alfredo vivió su primer y único viaje en el tren que unía las ciudades de Embarcación, Salta, con la capital de Formosa.

Se subió al vagón y se sentó en uno de los bancos forrados con una imitación de cuero gastado por el tiempo. Obviamente estaba acompañado por su madre, por su padre y por sus hermanos. El sol, ese día, le pegaba fuerte al coche y se hacía sentir. Pero su luz le permitió al niño seguir el camino con su mirada y grabar en su mente la estación de cada pueblo que se extendía a lado de la vía. En cada parada, tras lapsos largos de viaje, Alfredo contaba las poblaciones de aborígenes y los frentes de las viejas casonas hasta llegar a los edificios ferroviarios.

A pesar de la clausura de la línea ferroviaria de pasajeros, este ha sido uno de los ramales rectos más largos del mundo. Hoy, esas construcciones son recuerdos gratos para él, pero olvidados por muchos.

El sábado, Alfredo, con 36 años encima, recordó cada momento de aquel viaje de larga distancia. Lo hizo a bordo del tren de la línea Mitre que lo trasladaba desde Ciudad Autónoma de Buenos Aires hasta Tigre, en la zona norte del Gran Buenos Aires. Observó los asientos y gozó del aire acondicionado del coche que hacía olvidar los 30° que agobiaban la jornada porteña. Por la ventanilla se deleitó con la interminable hilera de elegantes casas que acompañaron el trayecto. En ese espacio de tiempo pensó en la oportunidad que la vida le dio: experimentar una misma situación en dos mundos distintos.