Un televisor clavado en el informativo local dispara balas contra la incertidumbre en una habitación pintada a la cal. Las ventanas ya no tienen ventanas ni cortinas, y el aparato se ha convertido en bien público. Cada tanto, alguien se acerca, busca que el periodista diga algo nuevo, que responda alguna de las innumerables dudas que azotan a los vecinos. Ya no hay retorno: el apretado nudo que han trabado los deseos incumplidos, los recuerdos y la miseria comienza a desatarse en una melancólica mañana de lunes. Llueve, hay barro e incomodidad. Nada que el barrio Ángela Riera no haya vivido antes.
Todo ha sido demasiado rápido para los habitantes de “Villa Piolín”, el apodo que aglutina a las 152 familias que ocupan desde hace décadas una manzana ubicada detrás de la ex Cootam. Hay quienes remontan su historia entre esos pasillos a 60 años atrás, cuando sus abuelos decidieron instalarse en una zona que, para ese entonces, era naturaleza salvaje. Hoy, a pesar de vivir enredados en una maraña de casas prefabricadas o de ladrillos, donde la escasez es la más fiel de las compañeras, ellos rescatan la dignidad: ese es el lugar que, mal o bien, lograron construir. Pero lo tienen que dejar, no hay marcha atrás.
Todo ha sido demasiado rápido porque, a pesar de que hayan vivido en un pantano de irregularidades, nunca imaginaron que finalmente llegaría este momento: el día en que tuvieran que cargar en camiones lo poco o lo mucho que pudieron juntar a lo largo de su historia, y reubicarse en un barrio ajeno, con calles ajenas y vecinos que no eligieron. La división es evidente: la mitad de los pobladores siente las llaves de la casa propia en sus manos y abraza ese lugar del que nadie los volverá a sacar. Otros sienten que los han “echado como a perros”, de un sitio que consideran propio.
Todo ha sido demasiado rápido porque ni el agua pudo detener una decisión tomada. El primer censo para conocer la situación habitacional de la villa fue en julio de este año y ayer, cuatro meses después, comenzó la mudanza hacia un nuevo barrio construido por el Instituto de la Vivienda en El Manantial. Allí, los vecinos de “Piolín” convivirán con los ex habitantes de otras tres villas que este año fueron reubicadas mediante el programa FedVillas. La comunicación oficial llegó hace una semana, cuando supieron que irremediablemente tendrían que embalar sus recuerdos en cajas de cartón.
El operativo mudanza arrancó con cuatro camiones ayer y hasta la tarde lograron reubicar a 13 familias, según contó Gladys Salomón, del área Social del IPV. La villa que desaparecerá del ejido urbano y que se instalará en el nuevo barrio ubicado en el límite sur de la capital comenzará a desarmarse por los bordes, y luego avanzarán hacia los pasillos. Los vecinos piden cargar materiales de construcción, se apuran en demoler las tapias y las paredes, quieren recuperar algo para mejorar sus nuevas casas. Hay quienes gritan su escepticismo. Otros, amenazan: “de acá no nos saca nadie”. Pero las imágenes valen más que las palabras: todo el barrio está movilizado, soñando con que el futuro sea más auspicioso que el pasado y el presente apresurado.
La alegría de comenzar con casa propia
Nada consigue opacar la alegría de Sonia Prado (17) y de Enzo Nieva (21), una joven pareja que desborda de felicidad con las llaves en la mano. Su nueva casa todavía no tiene luz, ni gas (tienen que iniciar los trámites en las empresas); tampoco tiene ni revoque fino ni bidet, pero es suya. Tienen dos hijos, uno de un año y nueve meses y el otro seis meses. “Comparando con lo que teníamos antes, que estábamos todos apretados, esto es una mansión para nosotros”, festeja Sonia, quien no para de hablar de “mi casa”. Enzo, que se gana la vida como pintor, llevó a Sonia a vivir a Villa Piolín hace tres años y confiesa que nunca hubiese imaginado que la casa propia llegaría tan pronto. “Voy a extrañar las juntadas con los primos y los amigos, pero esto es nuestro y eso no se mejora con nada”, dijo el muchacho.
“Nos echan como a perros”
Alberto Cejas (al medio, con campera negra) está enojado. Falta muy poco para que el camión de la mudanza le toque bocina anunciando su nueva vida, pero él cree que se hicieron las cosas mal. “Hace cuatro meses que dan vueltas con que nos llevan y no nos llevan. Hace una semana que recién se lo toman en serio y ahora nos trasladan en medio del agua, cuando dijeron que si llovía no nos mudaban. Hace 60 años que mi familia vive aquí y ahora nos echan como a perros. Que sepa (el Gobernador, José) Alperovich que de acá no va a tener un solo voto, ni él ni su mujer”, dispara. A Paola Ponce, su mujer, le preocupa otra cosa: “todavía no sabemos cómo vamos a hacer con la escuela de los chicos, no nos dan solución”, dijo.
Orlando comienza a embalar los recuerdos
Orlando Palma tenía tres años cuando su familia dejó Tapia y se instaló en “Villa Piolín”. El traslado le llena los ojos de lágrimas. “Nosotros pasamos tiempos difíciles. En la época de los militares venían y sacaban a nuestros padres y hermanos. Ahora estamos en democracia y vienen a sacarnos de la misma manera. Cuando llegamos era monte todo esto, al frente había una quinta de limón y un criadero de vacas donde íbamos a comprar la leche. Acá la vi morir a mi vieja, tengo los recuerdos de mi viejo, toda mi infancia, y lo tenemos que dejar”, lamentó.
Esperan una vida mejor, lejos de la droga
A Ángela Moyano (83 años) y a su esposo, Roberto Juárez, les pesan el oído y las palabras. Para llegar a la casa de este matrimonio hay que atravesar pasillos tapados de barro, olor a basura, moscas y animales flacos. Se instalaron en la villa hace 54 años, la edad de su hijo mayor; él fue pocero y ella empleada doméstica. Tuvieron seis hijos, pero perdieron cuatro: unos mellizos que no llegaron a nacer y dos nenas chicas. Cuentan que se acostrumbraron a la villa, pero que están entusiasmados con el traslado. “Hay mucha droga y robos”, dice Ángela.