Todos o una gran mayoría cometen este “delito”, más si son argentinos. Yo lo cometí, pero nadie me acusó, al contrario, algunos sonrieron. Pero la causa ya prescribió y, además, era inimputable. Si esta introducción lleva a pensar en algunos personajes actuales, no fue la intención. Sucede que hace unos pocos días una película me recordó ese pecado de mi niñez. Volví a ver “Las sandalias del pescador”, de 1968, con Anthony Quinn, una versión casi premonitoria para la época basada en el libro de Morris West. Trata de un obispo ruso que luego de ser liberado tras 20 años de estar preso en Siberia, llega a convertirse en Papa. En un momento, un periodista (David Janssen) que va relatando los pasos para la elección del Sumo Pontífice dice que para el día de la asunción nadie, ni príncipes, presidentes o reyes, quiere privarse de asistir a la ceremonia y que en Roma siempre hay alguien que conoce alguien que a su vez conoce a alguien, que conoce a otro que le puede abrir una puerta. La consabida y siempre vigente “colada”, que le dicen, el gran delito casi made in Argentina. El que no lo haya “practicado”, que arroje la primera piedra. Si hasta en esa circunstancia hay interesados en ver el espectáculo, imagínense lo que son capaces de hacer los fanáticos al fútbol. Yo no puedo lanzar ni una piedrita. Allá por los sesenta solía ir a la cancha con mi viejo. El “Tío Córdoba”, que ni siquiera tío era, era ese conocido que nos abría la puerta para ver al “santo”. Yo andaba por los 10 años, no veía pecado, sino picardía. Hoy, a más de cuatro décadas puedo decir que la falta ha prescripto y que no puedo ser condenado, ni castigado. En mi defensa diré como excusa: soy argentino, sin avergonzarme. Sin embargo, la fórmula se mantiene vigente. En aquella época era menor de edad, pero hoy bastante mayorcito me indigno ante la persistencia de este sistema de privilegios, de hijos y entenados, de la existencia del que tiene un conocido que evita la cola, del amigo que te facilita el trámite, de aquel que te consigue un puesto para no trabajar, del que teniendo un puesto en el Estado convierte en ricos a sus amigos, etc. No pensar en el vicepresidente. En fin, los tiempos nos cambian, no vuelven más viejos y nos hacen reflexionar. Ah, en la película, una vez ungido Papa, Kiril Lakota, el personaje de Quinn, le pide a cada cardenal que va a saludarlo que rece por él. Sí, igual que el Papa actual. Perdón Francisco, por aquellas coladas. Después de esta confesión voy a orar para tratar de redimirme. Por otro lado, ¡qué buena película!