De acuerdo con la definición del profesor español David Isaacs, el optimismo es la capacidad de distinguir, en primer lugar, lo que es positivo en sí mismo y las posibilidades de mejora que existen frente a una situación determinada y, a continuación, las dificultades y obstáculos que se oponen a dicha mejora. Esta definición, con la que encuentro gran afinidad, parte de un supuesto que difiere de la creencia popular que considera al optimista como a un idealista, batallador irracional o negador de la realidad. Contrariamente, Isaacs destaca que el optimista parte de un diagnóstico muy preciso del estado de cosas, entiende muy bien en donde está parado y la complejidad de la situación que enfrenta. Sólo que, consciente y deliberadamente, identifica lo positivo y modificable, y allí concentra todas sus energías, afrontando el proceso con deportividad y alegría. La persona optimista confía razonablemente en sus propias posibilidades, en la ayuda que le pueden proveer terceros, y en las posibilidades que los demás poseen.
Por lo tanto, el optimismo no es un simple estado de ánimo, que mejora o empeora al ritmo de la situación inmediata de contexto; por el contrario, es algo más profundo, estable y permanente. Es una actitud frente a la vida -en especial frente a las situaciones problemáticas- y una creencia que emana de la paz interior, que encuentra en la confianza, tanto en uno mismo como en los demás, su base de sustentación. El optimista vive sin temor el presente y desde allí se lanza hacía un futuro que sabe es mejorable. Y disfruta alegremente el tránsito. El optimista es, por consiguiente, un alegre viajero con los pies sobre la tierra.
Por su parte, el liderazgo es una habilidad o competencia que nada tiene que ver con poderes sobrehumanos ni con actos heroicos ni con combinaciones cromosómicas. Por el contrario, es la capacidad de movilizar a terceros por creencia y convicción más que por imposición o por actos de embrujo e hipnotismo. Las personas en condiciones de ser lideradas suscriben la propuesta del futuro mejorado o superador que el líder tiene para ofrecer, adhieren el modelo de liderazgo propuesto, con sus valores, códigos y prácticas, y se embarcan en la aventura de construir algo mejor. Racional y conscientemente, observan primero, luego eventualmente compran/suscriben y finalmente se suman a la tarea de co-crear. Rompen y desarman, pero no por venganza o resentimiento, sino para armar algo mejor, reagrupando las piezas de una forma más armoniosa, conveniente o relevante.
Por supuesto que en una organización o en un sistema (el educativo, por ejemplo) la jerarquía y autoridad formal están presentes, dejando poco espacio para que las personas no suscriban las consignas de trabajo propuestas por el jefe, director o empoderado de turno. Sin embargo, existe una gran diferencia entre trabajar/estudiar y apasionarse con la tarea, y el resultado que emana en cada caso es bien diferente. Por ello, en una organización, sistema o inclusive en un país, se verifica la existencia de liderazgo cuando se crean condiciones de trabajo y colaboración en donde todos los integrantes de ese equipo, comunidad o sociedad se comprometen con los resultados colectivos en el largo plazo y trabajan incansablemente en su consecución, aun cuando el genuino líder ya no está presente. Así comprendido, el líder se constituye en un creador de ambientes y de equipos de trabajo, pero, por sobre todas las cosas, es un creador de impactos y transformaciones. De la misma manera que no existe un líder sin una visión de futuro superadora y apropiable por terceros, tampoco existe si no se verifican impactos o resultados tangibles, cualquiera sea su escala.
Siendo que los liderados deben responder a una propuesta de trabajo aspiracional pero realizable, el liderazgo, así como el optimismo, encuentra en la confianza su base de sustentación. El líder confía en sí mismo, en su capacidad y visión, de la misma manera que confía en su equipo de trabajo, alumnos o en la capacidad del ser humano en general. Confía en la capacidad de transformación que todas las personas poseen una vez que se ha tocado la fibra adecuada, y también confía en que, una vez que se haya podido modelar la causa adecuada, la participación de todos mejorará la especificación del camino y las prácticas a llevar a delante para lograr su consecución.
De esta manera, liderazgo y optimismo aparecen íntimamente conectados a través de la confianza, tanto en uno mismo como en los otros. Esta virtud, largamente desarrollada por Fukuyama en su clásica obra del mismo nombre, entrelaza de una manera duradera las voluntades de muchas personas con orígenes e historias diversas, logrando que se dediquen alegre y apasionadamente a una tarea que consideren ennoblecedora, dignificante y realizable (aprender, crear una prenda de vestir, o embellecer el espacio público, lo mismo da). La ausencia de confianza impide el desarrollo de actitudes optimistas que accionan diariamente con deportividad y alegría sobre aquello que es modificable, y de ambientes de trabajo constituidos para construir aquel futuro superador propuesto por el líder. Sin confianza no hay ni optimismo, ni posibilidades de liderar.
En conclusión, la construcción de capital social no es una tarea sólo reservada para políticos, legisladores, educadores o sociólogos. Los dirigentes y adultos de una sociedad deben establecer y alentar prácticas y políticas que incrementen el stock de confianza en una comunidad, generando espacios de interacción propicios para compartir, debatir, aprender de otros y elevar las aspiraciones de una comunidad toda.