Había una vez un Emperador al que el olfato, el cerebro y hasta los huesos le decían que sus días en el trono se estaban terminando. Había logrado dominar los 19 reinos cercanos, doblegar a sus enemigos e infiltrarse en las instituciones que habían osado contradecirlo. Pero ahora estaba meditabundo. Mientras reposaba en el palacio que había moldeado a su antojo, pensaba en ese cruel maleficio que le había lanzado la malévola Constitución y que le ponía fecha de vencimiento a su mandato.
Ya había logrado, tiempo atrás, vulnerar esa maldición gracias al Hombre que Siempre Ríe, un mago que dominaba un territorio menor al suyo, pero que con unas decenas de fieles soldados había logrado extender por ocho años más la soberanía de su señor. Esta vez ya no había chance de perforar el blindaje constitucional y el Emperador, al que algunos llamaban José, ocupaba sus horas en definir quién lo sucedería y en espantar las figuras amenazantes que se erigían como guerreros dispuestos a terminar con su linaje.
En el comienzo de esa épica batalla se inscribe esta historia política de traición, conspiración, amor, odio y acción.
El mago de la salud
El Hombre que Siempre Ríe, al que algunos llamaban Juan, ya había dejado aquel palacete en el que había forjado el antídoto para que su Emperador continuara en el poder. Allí habían quedado varios de sus soldados, mientras él disputaba otra batalla, en territorios más lejanos, desplegando su sabiduría en las artes medicinales, esas que le habían permitido ganarse la confianza del Emperador y de la diosa Cristina. Con esos atributos, Juan estaba seguro de que José le dejaría su trono. Sonreía, claro. Pero algunos cortesanos cuentan que sus carcajadas tronaron con tanta potencia que molestaron a José. Se había reunido con leales al Emperador y les había dicho que su risueña marca iba a reemplazar, pronto, a la del ocupante del palacio mayor. Y les hablaba de todo lo que provocaría y de cómo haría que rápidamente su sonrisa se desparramara por cada rincón. El Emperador comenzó a dudar de la fidelidad del hombre que él mismo había inventado. Por ello, cavilaba en la posibilidad de otorgarle el mayor de los premios a su esposa. Ya tenía casi decidido que Juan continuaría su gobierno con Betty -su mujer- como compañera de gestión. Pero ahora creía que tal vez debía ser su consorte quien cuidara su legado. Ni lento ni perezoso, uno de sus colaboradores más cercanos, conocido como Osvaldo, le cantaba al oído a su amo los rumores sobre las andanzas de Juan. “Mientras comían res asada -le dijo- el Hombre que Siempre Ríe advirtió a los presentes: tengo el oro suficiente para enfrentar cuatro veces al Emperador si no soy su elegido”. Osvaldo había soñado siempre con ser el heredero, pero ya había comprendido que no era su momento y que era mejor ser el segundo de Betty que el primero de nadie. Rápido, el tranqueño ordenó pintar cuadros gigantes para colocar en la entrada de cada uno de los pueblos: Cristina, José, Betty y él le darían la bienvenida a los pueblerinos. Era su muestra de lealtad eterna al matrimonio al que venía sirviendo hacía más de una década. También resguardaba los votos de tierra adentro y ponía a sus jóvenes comuneros a que frenaran a otros que venían del Oeste y que querían armar lista propia para conseguir lugares en el Parlamento.
En ese juego de intrigas y dudas se encontraba José cuando, cerca suyo, sus contrincantes planeaban un ataque que podía beneficiarlo, perjudicarlo o modificar incluso sus estrategias de sucesión.
El renegado
El Colorado había crecido de la mano del Emperador, quien había sabido entregarle el más importante de sus reinos a su cuidado. Pero ese amor se había desgastado con el tiempo y ahora ambos caminaban por senderos paralelos, de esos que no se tocan, pero que tampoco se cruzan. El Colorado, al que algunos llamaban Domingo, había decidido que el elegido para reemplazar a José era él. Por ello se había alejado de su mentor ni bien habían comenzado a surgir los rumores sobre que El Hombre que Siempre Ríe iba a ser el ungido. Había comenzado a aglutinar tropa propia y a pedir la bendición de Cristina para luchar por el trono. La política pacifista de no contradecir a José oportunamente ahora le jugaba en contra y le abría posibilidades menos certeras de lograr aquel objetivo. La opción uno era luchar solo hasta el final, conseguir el trono o morir en el intento. La opción dos, aliarse con el archienemigo de José y pelear juntos -con Domingo como partener- por el palacio. La tercera opción, que el Emperador decidiera llamarlo y colocarlo en la dupla sucesoria. Y la cuarta, que la Diosa le ordenara no competir contra José y resignarse a un lugar en el Parlamento. La última opción cobraba fuerza. Cuentan que, al enterarse, recorriendo tierra adentro el Colorado habría comenzado a despotricar contra Cristina. El sometimiento o el alejamiento total eran las variantes que se le aparecían cada vez con más certeza delante de sus ojos.
Entre ungidos y renegados, surgió una leyenda: que El Historiador, también conocido como Roque, y el Gallego, al que algunos llamaban Juan Antonio, habían sido enviados por Juan a reunirse con Domingo. El plan secreto que -de ser cierta la leyenda- pergeñaban era una unión, por si Betty y Osvaldo terminaban siendo los bendecidos.
El archienemigo
El Odontólogo Opositor venía blandiendo la espada contra el Emperador desde hacía ya un largo tiempo, pero ahora los gurúes le decían que los astros lo acompañaban y que aparecía bien en las profecías que predecían con números qué podía pasar en el futuro. Estaba envalentonado y dispuesto a sumar a Domingo y a cuanto díscolo anduviera dando vuelta para lograr su objetivo, el de ponerle fin al mandato del Emperador y de sus seguidores. José consultaba con los mismos profetas y ambos compartían una obsesión: mantener el apoyo que cada uno tenía y llegar a la batalla del año siguiente con una porción importante a su favor del tercio de avales que no se había definido aún por ninguno de ellos. Por eso el Odontólogo Opositor, al que algunos llamaban José Manuel, quería que grupos externos al suyo, como PRO y hasta FR, se les unieran. No veía otra forma de frenar al Emperador. Sin embargo, su idea chocaba con la opuesta de algunos generales que, más mezquinos, querían blindar su espacio. Cano esperaba para jugar su última carta y especulaba con ver la mano de los grandes líderes de los otros partidos para definir qué hacer. Buscaba un compañero de ataque que le sumara votos o al menos buen nombre y fondos para disputar la gran batalla. No sería ninguno de los Tres Tristes Tigres del cacique Massa, advertía. Tampoco ninguno de la Vieja Liga Peronista, aventuraba. Y en la punta de la lengua retenía el nombre de aquel que podría llevarlo a la victoria. O al fracaso total.
Mientras tanto…
En otro Palacio, el de las leyes, comenzaba otra batalla. El Sereno, también conocido como Edmundo, había llegado a Tribunales con el claro objetivo de evitar que los ministros de ese poder pudieran perjudicar a José ni bien dejara el trono. Apenas llegó, Edmundo quitó del medio al relator de uno de los integrantes del máximo tribunal. De Santis le decían al que cayó en desgracia. En su lugar, El Sereno sentó a la hija de su hermana, una Muñeca que hacía poco había abandonado el puesto de juzgadora. Edmundo revolucionó a los togados, que advertían que su objetivo era ocupar una poltrona de ministro. En los corrillos del palacio de las leyes comenzaron a decir que Edmundo era un hereje: había llenado de política y de punteros el lugar sagrado de las leyes. Por su despacho pasaban durante horas y horas pidientes de trabajo y peleadores de la arena política. Allí, donde debía primar la ley, se había comenzado a infiltrar el remanente, pero aún poderoso, brazo largo de José.
Mientras la batalla por el poder se libraba en el imperio y la Diosa guerreaba en el olimpo con buitres revoltosos, en la tierra los súbditos sufrían con los precios altos y con las dificultades para hallar trabajo. Nadie pensaba en los millones que sufrían las consecuencias de peleas fantásticas. El relato seguía, sin final de cuentos de hadas.