Días atrás, el titular de la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME), Osvaldo Cornide, advirtió que las Pymes se encuentran en una situación “preocupante”, agravada por lo que definió como la “presión impositiva más alta de la historia argentina”. Cornide dijo también que la política oficial de subsidios “ha fracasado” y opinó que el Gobierno nacional tuvo una iniciativa saludable de reconstruir al Estado pero no se detuvo a tiempo y terminó creando un “monstruo insaciable imposible de alimentar”. La afirmación, lejos de generar polémica, ha reavivado las quejas de los empresarios tucumanos, que hace tiempo vienen denunciado que la presión tributaria conspira contra la inversión y el desarrollo. Aún, más: se ha llegado incluso a niveles medievales. Mediante la creación de nuevos impuestos, la recaudación nacional, provincial y municipal pasó de representar un 23% del Producto Bruto Interno (PBI) en 2001, al 35% en 2013. Este avance refleja una insólita expansión del 45% durante el período analizado. A causa de esta suba, un trabajador formal debería trabajar, durante este año, entre 172 y 217 días para cumplir con el pago de todos sus impuestos.
En este esquema perverso, los más afectados son los que cumplen y los que trabajan formalmente. Por eso, el impuesto inflacionario es tal vez el más regresivo, ya que afecta principalmente a los asalariados, jubilados y personas de bajos ingresos. Se ha logrado así construir una realidad en la que los ciudadanos soportan un acoso tributario que no tiene un solo frente gubernamental, sino varios y simultáneos. Es como una suerte de hidra con varias cabezas que no sólo asfixia los bolsillos, sino que también frena la inversión. Detrás de este grave fenómeno está también el persistente y desmesurado crecimiento del gasto público que abarca todos los niveles de gobierno. Eso incluye, por dar sólo un ejemplo, el reciente incremento de las dietas para los legisladores y concejales que generó gran escozor en nuestra sociedad. Así, medido en dólares a la cotización oficial, el gasto total a nivel nacional pasó de 92.000 millones en 2003 a 230.000 millones en 2013. Se trata de un aumento desproporcionado pero insuficiente para acompañar el crecimiento del gasto. De ahí surge el déficit fiscal que debe ser financiado con emisión ante la imposibilidad oficial de acceder al crédito. Por esa razón creemos necesario un urgente cambio de rumbo en materia impositiva. No tanto por una cuestión demagógica, sino fundamentalmente por ética. Porque los impuestos se pagan para recibir a cambio servicios públicos como seguridad, educación, salud e infraestructura de transporte, entre otros. ¿Cuántos de estos servicios son provistos de manera aceptable por el Estado? Cada vez que un vecino o una empresa tiene que contratar servicios privados porque los públicos no funcionan está, de hecho, pagando los impuestos dos veces.
Por eso sería muy positivo que el Estado considere una nueva estrategia tributaria que no puede estar aislada de un pacto fiscal mucho más abarcativo en materia de coparticipación. La situación actual también muestra que el Estado no debe gastar más, sino gastar mejor. Y para eso se debe entender y asumir que los impuestos no sólo sirven para financiar al sector público, sino que representan una herramienta de distribución de ingresos. Y el Estado debe utilizarlos de manera racional.