Se autoreconoce como el rey de la felicidad. Pero también no oculta su lazo con la desgracia, y cuenta que es amigo del infortunio, primo lejano de la desidia, compadre del silencio y un sentenciado del destino. Guido Aballay, el moreno con sangre santiagueña y fuerza sobrenatural, como decían viejos rivales y compañeros en aquellos años ‘90 de un Atlético combativo en el viejo Nacional B, no tiene absolutamente nada que ver con el fútbol. Se alejó por decisión propia. Y, aunque le cueste decirlo, siente que se equivocó.
“Me fui, nadie me echó”, afirma hoy sentado un trono de madera vieja enlazada por viejas tiras de un cuero tan curtido como su dueño. Aballay se sienta frente a una cancha de fútbol, la misma que cuida. Es sereno allá por la zona del Ingenio San Juan. Se reconoce como un laburante. “He tenido la suerte de enganchar este laburo. Se lo agradezco al señor Juan Carlos Ovejero por confiar en mí”. Su función es la de cuidar el predio y la casa donde a veces comparte con trabajadores que llegan por el tema del azúcar.
Su morada no es un castillo, es más bien una vieja casona decorada por la humedad del paso del tiempo. Guido es feliz donde está, porque tiene un techo. Un techo que también comparte con seres de otro mundo. Con fantasmas. “Sí, hay ruidos, como en toda casa de campo. Se escuchan voces, como si estuvieran en una reunión o algo así”. Cuando te cuenta lo que te cuenta, Aballay ni se mosquea. “No tengo miedo a nada, Dios me protege”, dice y mira al cielo quien alguna vez fue venerado desde los cuatro costados del Monumental. Le quedaron amigos del fútbol, claro, pero sólo los que estuvieron desde el principio. “Algunos están, otros desaparecieron. No le guardo rencor a nadie”, levanta sus hombros pero sin quejarse.
Aylén, su nieta es el sol de todas sus mañanas. Es su mundo y por quien lucha las 24 horas para verla con una sonrisa. “Es lo mejor que me pasó en la vida. Soy feliz de ver que ella está bien”. Guido está a punto de quebrarse. Hablar de su nieta es una operación a corazón abierto. Indiana, su hija, lo reconoce como un abuelo que siempre está.
Los que ya no están
Los socios de Aballay son cuatro perros de la calle, sus fieles compañeros. Lo siguen adonde va. Y lo escudan cuales patovicas. Uno en cada punto cardinal. En Norte y sur, se paran los dos morochos con pinta de picantes. Y en este y oeste, los tranquilos. Eso sí, los cuatro le ladran hasta a las nubes. Desconfían del mundo entero. En cambio, Guido no. Era confianzudo y seguirá siéndolo. Si alguna vez gozó de la ostentación del dinero bien ganado en el rectángulo, hoy no quedan ni las migajas. Tampoco le molesta. Bah, en el fondo, sí.
“He sufrido hambre, calor, frío, todo. Y yo con los dientes apretados siempre. Por ejemplo, cuando se dio lo de Atlético yo quería hacerle saber a la gente que no venía a cubrir un puesto, que yo venía a triunfar. Creo que nadie en Atlético tiene que reprocharme nada. Dejé todo lo que pude y que había que poner en la cancha”, dice de su viejo trabajo Guido, el Guido porfiado que nunca supo pedir un favor ni aun cuando la necesidad lo tuvo patas para arriba. Podría, quizás, haberse acercado al ambiente del fútbol y ver qué onda. “Yo no soy un tipo que voy a ir a caretear, como se dice, ni tampoco me gusta manguear”, se enoja con el solo hecho de imaginarse pidiendo una “limosna”. Guido necesita una mano. “Ojalá algún día pueda lograr ese anhelo de tener casa propia. A pesar de que fui uno de los goleadores que tuvo Atlético no la pude tener”.
No es que Guido mire el pasado y se enoje. El tren de la diferencia económica, en su caso, cree, pasó apenas una vez. “Fue en la época en que jugaba en Bolivia. Emelec de Ecuador se interesó en mí. Yo me estaba preparando con Jorge Wilstermann para la Libertadores de 1999, pero cuatro días antes del debut sufrí una lesión en el ligamento cruzado de la rodilla derecha. Me complicó la vida el haberme lastimado y porque no tuve la posibilidad de jugar la Copa. Y bueno, no se dio el pase. El destino quiso eso”.