Las negociaciones entre el Gobierno argentino y los llamados fondos buitres no llegaron a un acuerdo por el pago a estos últimos de la deuda reclamada ante la justicia de Nueva York. Thomas Griesa, el magistrado que entiende en el denominado “juicio del siglo” por la comunidad financiera internacional, había designado un mediador para que acerque las posturas antes del 30 de julio pasado, plazo en el que expiró el período de gracia para no caer en un incumplimiento financiero con los bonistas que ingresaron a los canjes de 2005 y de 2010. Al país se le acabó el tiempo e inmediatamente las agencias calificadoras de riesgo y las entidades bancarias han considerado que la Argentina cayó en su segundo default en 12 años. Claro está, este último es menos traumático que el de 2002 porque fue selectivo, es decir, que pese a que el Gobierno denotó voluntad de pago, aún no puede arreglar con los que no aceptaron el canje. Si eso sucede, al país le mejorarán la nota y, por ende, saldrá de la cesación de pagos.

La administración de la presidenta Cristina Fernández alega que no hay tal default, pero no le ha encontrado una vuelta a un litigio con los acreedores especulativos que lleva casi una década. En rigor, los fondos buitres formaron y forman parte del entramado de acreedores que, por su naturaleza, no aceptan una quita de sus capitales, sino el reconocimiento de la deuda y de sus intereses por el paso del tiempo. Es eso lo que han planteado ante la Justicia estadounidense. Adquirieron títulos públicos argentinos a precio vil y hoy reclaman sus réditos. No forman parte del entramado virtuoso que invierte para desarrollar una actividad productiva, sino que se enfocan a la renta.

El Gobierno siempre supo de esa conducta financiera y, por eso, tildó de fondos buitres a los demandantes. Lo sabía antes -cuando se podía solucionar la cuestión sin final traumático- y ahora -cuando los capitales miran que el país es riesgoso para la inversión-. La gestión señala que no puede negociar en condiciones más ventajosas de lo que cerró con los que sí aceptaron quitas a través de reestructuraciones de deuda soberana anteriores. Técnicamente, ese es el enunciado de la cláusula RUFO (derechos sobre futuras ofertas) que argumenta el Poder Ejecutivo y que le impediría llegar a un acuerdo más cercano a lo que pretenden los holdouts antes de fines de año.

La Argentina hoy está frente a una encrucijada. Si bien es cierto que el mercado bursátil aún apuesta por un arreglo en el corto plazo, el resto de los actores económicos ya adoptó una postura de cautela ante la incertidumbre.

Sostener este escenario no hace más que atentar contra la generación de riqueza, a través de la producción, y contra la creación de puestos de trabajo. Sabido es que el capital vuelve en empleos, pero si no se vuelca dinero a la industria, a la construcción o al comercio, la recesión seguirá acechando a la economía del país. Un default, cualquiera sea su característica, implica la retracción del crédito y las compras por oportunidades, es decir, especulación e informalidad. El Gobierno, a su vez, también se perjudica porque, ante la falta de actividad, la recaudación de impuestos tiende a caer.

Frente a este problema, la Argentina requiere de actos de grandeza de sus funcionarios para terminar con el litigio. Las palabras deben ceder más espacio a los hechos. Sólo así la normalidad volverá a la economía.