Doña Rosa se levanta todos los días y no le queda otra que caminar por la misma vereda destrozada, sortear las baldosas flojas, procurar no resbalarse, mirar de reojo que un auto no pase y la salpique. Ya ni siquiera se acuerda de los años que esa pérdida de agua lleva allí. Hasta pensaron en bautizar el arroyo artificial con el nombre del último vecino que hundió allí su auto y perdió el tren delantero.
Ha llamado 90 veces a una defensoría que no la defiende. Se ha quejado ante esas oficinas municipales que, afirma, no la contienen. Ha enviado una nota al organismo que regula el servicio de agua (que tapa en un lado y explota en otro).
Entonces, cerca de las 10 de la mañana, marca el número del diario. Una voz la atiende y la deriva a la sección “Caminando la ciudad”. A los vecinos no les importa cómo es el nombre correcto, lo único que quieren es expresarse, sacarse la bronca, despotricar porque no los escuchan quienes deberían solucionarles los problemas y hasta largarse a llorar de la impotencia. “Escúcheme señorita”, “Por favor le pido que haga algo”, “¿puede creer que nunca nos contestaron?”, las frases son parecidas porque los males son los mismos, pero los orígenes son tan diversos como barrios tiene la ciudad.
Y quien está del otro lado sólo tiene a mano un: “No se preocupe que vamos a publicar su reclamo” o “si la cosa no cambia, me puede volver a llamar”. No podemos darle una solución, pero sí podemos contar lo que le pasa. A veces, el llamado hasta da pie a otros relatos, como que se sienten solos, que tienen problemas reumáticos, que se quebraron algún hueso. Entonces, el “caminando” se convierte en el “escuchando”, que es en definitiva lo que necesitamos todos.