Algunas personas mueren y otras simplemente se deshacen... Desaparecen como la niebla en el crepúsculo, para volver después, en otro tiempo, con igual fuerza en su singular virtud. Y Charles Dickens comparte este misterioso destino. Sí, porque a pesar de haber dejado este mundo en 1870, el autor inglés aún sigue hablándonos al oído. Y no sólo porque sus obras se han convertido en clásicos imprescindibles, sino porque la mayoría de sus temas característicos siguen reverberando en nuestro tiempo. ¿O es que acaso los niños que vemos a diario pidiendo limosna en los semáforos tucumanos, maltrechos y sucios, no se parecen dolorosamente a aquellos pequeños callejeros de la novela “Oliver Twist”? ¿No nos recuerdan los convictos de “La pequeña Dorrit”, presos en la cárcel de Marshalsea, a orillas del río Támesis, a los desahuciados que viven aquí y ahora, en esta Argentina inclusiva del siglo XXI? ¿No nos hacen pensar muchos de los métodos y teorías del neoliberalismo a los del usurero Scrooge en “Cuento de Navidad”? Dickens fue uno de los abanderados del realismo, junto a Balzac o Tolstoi; un escritor social que denunciaba en sus libros las desigualdades que se producían en la Inglaterra victoriana. Despreciaba a los políticos y los culpaba de la miseria que devastaba las calles de Inglaterra, mientras la clase dirigente se enriquecía cada vez más con el abusivo cobro de impuestos. A tal punto que su contemporáneo Carlos Marx dijo: “en sus libros se proclamaban más verdades que en todos los discursos de los políticos y los moralistas de su época juntos”. Por eso, tal vez, era combatido.
Hoy, por desgracia, nuestro país se parece demasiado al suyo. Basta leer el principio de “Historia de dos ciudades” para justificar esta afirmación: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. ¿No parece acaso que Dickens está describiendo nuestra época? ¿No está hablando tal vez de esta incomprensible Argentina, donde nada es lo que parece? Porque -¿alguien puede dudarlo todavía?- hay una parte importante de nuestra sociedad que ha perdido toda esperanza, como la había perdido también aquella absurda sociedad británica que desvelaba a Dickens. Tanto es así que para una gran proporción de adolescentes argentinos, la educación ha dejado de ser una herramienta de progreso. Ya casi nadie estudia para poder ser alguien dentro de 15 años; sólo se aplica el sálvense quien pueda. Según la psiquiatra Graciela Moreschi, autora del libro “Adolescentes eternos”, muchos jóvenes tienen la idea de que a una vida mejor se llega por conexiones y por política (según los de clase media y alta) o por un golpe de suerte (según los de sectores más empobrecidos). “En un mundo imprevisible, todas las trayectorias previstas están rotas. No hay idea de recorrido, de planificación, de pasado ni de futuro. Por eso los jóvenes no piensan en progresar, sino en salvarse”, asegura Moreschi. Una idea que, dicho sea de paso, también esgrimía Oliver Twist, aunque sin el empujón del Estado, como sucede aquí.
¡Que terrible noción de la vida!, ¿no? Porque… si no hay esperanza todo pierde sentido. Por algo el esfuerzo de nuestros abuelos se basó, hace casi 50 años, en dos principios claves: el trabajo y las buenas costumbres. Y no hubo en aquella etapa tan pujante de nuestra historia, ni planes sociales ni asignación universal, ni bolsones especiales, ni fútbol para todos, ni planes Procrear. Sólo había voluntad de trabajo y decencia a flor de piel. Lo demás, venía por añadidura. Qué bueno sería entonces escuchar a Dickens y aplicar su consejo como lo hacían nuestros abuelos: “si se pierde a los jóvenes, se pierde al futuro. Apostemos por la educación, no por la facilidad” (“Pequeñas esperanzas”).