Carlos Duguech - Analista internacional

El “Proyecto Manhattan” del gobierno de EEUU estaba encaminado a lograr el arma que no sólo los estadounidenses imaginaban que se podía construir. También estaba en los planes científico-militares de los ingleses, canadienses y hasta de los propios alemanes. Todos estimaban posible construir un arma que funcionara a partir de la liberación explosiva de la energía del átomo. Ya desde fines de la tercera década del siglo XX, en la mente de los científicos rondaba fuertemente la idea de que en el átomo residía una enorme energía, cuya liberación controlada podría utilizarse para construir una bomba de poderosos alcances. La Segunda Guerra Mundial (II GM) estaba desarrollándose en frentes de combate europeos, y en el Lejano Oriente, además de incursiones en el norte de África. Preocupaba seriamente que la Alemania nazi pudiera alcanzar ese supremo objetivo científico-militar que ya rondaba en la cabeza de sus físicos nucleares. El proyecto Manhattan tuvo dos singularidades que lo caracterizaron: el secreto en el que se desarrollaban en distintos ámbitos físicos y localizaciones en el territorio vasto de los EEUU, por un lado y el enorme costo que demandaron las instalaciones, algo más de 150.000 millones de dólares.

Era necesario -para materializar las teorías de los físicos y otros científicos intervinientes en el colosal plan- obtener una pequeña cantidad de materia que se iba a someter a la fisión nuclear. Desataría, según las laboriosas especulaciones fisicoquímicas, energías originarias. Esas que estaban aprisionadas desde el comienzo de los tiempos en el interior de los átomos, los minúsculos componentes de la materia que, al decir de los griegos de los tiempos del esplendor de su cultura filosófica, era la más reducida porción de materia que podía concebirse.

Todas las especulaciones científicas centraban sus expectativas en desentrañar lo que lógica y físicamente se suponía: que en átomo estaba concentrada toda la energía constituyente de la materia y que era posible liberarla. Einstein no fue ajeno, por sus investigaciones y teorías al devenir de lo que sería liberar esa energía con aplicaciones como las que se le dio. Aunque mostró mucho pesar luego de construida la bomba atómica. El experimento de laboratorio con la primera bomba (de plutonio) generó ansiedades y expectativas lindantes con el paroxismo entre los asistentes a ese primer ensayo de un arma nuclear. El director del proyecto, Robert Oppenheimer, científico de amplia trayectoria y reconocimiento, sus colegas y hasta los obreros integrantes de ese conjunto de hombres laboriosos aguardaban con impaciencia y ansiedad. Al igual que los militares que los acompañaban deseosos de que el experimento funcionase del modo que las fórmulas lo preveían. Todos aguardaban que la cuenta regresiva de aquella madrugada del 16 de julio de 1945 en Álamogordo (Desierto de Nevada) en Nuevo México, EEUU, culminase en la explosión. “Ningún fenómeno de tan grande poder realizado por el hombre había ocurrido antes” . Había comenzado la era atómica. Sólo veintiún días después del ensayo exitoso de laboratorio se desplomaba sobre Hiroshima la bomba de uranio. El ensayo de campo se completaba con la bomba sobre Nagasaki, que era de otro combustible nuclear: plutonio. Vale citar un párrafo final del informe: (el ensayo de laboratorio) “nos hizo sentir que éramos cosas culpables por habernos atrevido a liberar las fuerzas hasta ahora reservadas al Todopoderoso”.

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