La copa del mundial de fútbol no viajó a Alemania. Está en la casa. En manos de Santito. ¿Cómo? Sencillo, el domingo, inmediatamente después que terminó el partido llegó un mensaje por whatsapp: “llámalo urgente a Santy, está llorando”. Él es el centro del universo familiar, la alegría de la casa, sus cinco inocentes años lo pueden todo. Sonó el teléfono y del otro lado una vocecita casi sin poder respirar decía: “Nono, los alemanes se llevaron la copa”. Dolía y estremecía escucharlo. “Yo te la consigo”, fue lo más rápido que se me ocurrió decirle en mi desesperación para que su almita no siguiera sufriendo. Por unos instantes el teclado quedó solo, abandoné la redacción (un recinto silencioso donde sonaban algunas palabras sueltas tales como tal o cual ganó la “polla”), un lugar de resignación, pero cargado de profesionalismo a cuestas al fin de cuentas, pese a la adversidad y a la alegría robada por esos germanos que osaron hacer llorar a mi nietito. Llegué a la plaza Independencia a buscar el “tesoro perdido”. Había gente aturdiéndose sin saber qué festejar. Caminé entre la gente, buscando alguien que todavía no hubiera guardado sus banderas, pancartas y vuvuzelas y una réplica de la copa. Lo encontré por la 25 de Mayo, con cara de resignación –tal vez mezcla de derrota y de que sus ventas se truncaron por culpa del gol de Götze-, le pregunté cuánto costaba el plástico dorado. “Treinta pesos”, me dijo. ¿Aun habiendo perdido?, le dije un poco en broma. “Tiene razón, deme veinte”. Y así la copa tuvo destino: el barrio O’Connor. Regresé presuroso al diario. Algunos no entendían por qué llevaba ese trofeo tan contento. Llamé por teléfono a casa, pensando que la angustia de Santito se mantenía y en decirle que ya tenía la copa, que no se la habían llevados los alemanes. Disqué, me atendió él. “Ya tengo la copa”, le dije. Y detrás del tubo del teléfono escuché sus gritos de alegría, que fue la mía: “el Nono ya tiene la copa”. Su felicidad fue mi tranquilidad. Pero, ¿por qué llegar a este punto? La responsabilidad de su llanto fue de los mayores, que son los que transmiten sus broncas, ansiedades y frustraciones. Ni Santy, ni ninguno de los miles de niños que lloraron porque sus equipos perdieron, merecen desparramar una lágrima. La culpa de sus llantos siempre será por los arrebatos irreflexivos de los grandes.