Una de las grandes admiraciones del tucumano Nicolás Avellaneda, fue Fray Mamerto Esquiú. Como se sabe, el ilustre sacerdote catamarqueño era obispo de Córdoba cuando falleció, el 10 de enero de 1883, durante una de sus giras pastorales, en la desolada posta de El Suncho.
Avellaneda, quien ya se había ocupado de Esquiú en otros textos, escribió ante su muerte una sentida página. Decía que la noticia “ha enlutado en un día la república entera”, ya que “unos más, unos menos, todos hemos sentido un vacío dentro del alma”. El tributo espontáneo se debía a que “todos comprendemos instintivamente que la virtud sublime de un hombre es, por su propia fuerza de irradiación, conductora de almas; y una sociedad no ve que se apaga uno de estos grandes luminares, sin experimentar desfallecimientos”.
En efecto, sucede que “cada pueblo siente necesidad de saber que, sobre la porción de tierra por él habitada, hay siquiera ‘una’ oración salida de un labio humano subiendo con seguridad a los cielos... y a la que se le puede decir: ¡Ruega por nosotros!”. En lo personal, aseguraba que nunca había hablado con Esquiú “sin recoger algún solaz para las agitaciones de nuestra vida”. Aprendió que “una existencia puede ser tumultuosa y sin embargo vacía, porque sólo llena el corazón un sentimiento permanente o inmortal como la fe”.
Quería expresar su homenaje, “arrancado desde el fondo del alma, al ejemplo más vivo de una virtud más constante, de mayor elevación moral y de una humildad más profunda, que hayamos conocido entre los hombres”.