Luchar contra el llanto es una sensación espantosa, porque el cuerpo se niega por completo a obedecer cualquier sugerencia interna. Las lágrimas brotan, el nudo en la garganta es brutal y las tripas son un consomé de ácido muriático. Hay 200 millones de brasileños devastados por culpa del más increíble partido de la historia de los Mundiales. Y lloran, porque el brasileño no se guarda nada para la intimidad. Lloran porque el fútbol es un placer y es un dolor, y en Belo Horizonte el cuchillo le infligió a Brasil la derrota más espantosa de su historia, la más rica de todas. No son lágrimas catárticas, son genuinos pedacitos de corazón que se escurren entre los párpados de un país.

Hoy los análisis son emocionales. Mañana serán técnicos y tácticos. Mañana empezará a trazarse el nuevo escenario, porque Brasil perdió más que un partido por goleada. Resignó infinitamente más que la revancha del Maracanazo y la oportunidad de celebrar un título mundial en su casa. Lo que se derrumbó en el Mineirao es una estatua. Se descascaró el santo de la invulnerabilidad. Brasil podía perder, y de hecho perdía. No muy seguido, pero perdía. Nunca así, 7 a 1, bailado hasta la exasperación. Por eso el llanto sale y sale. No hay dique que lo contenga.

Los grandes son más grandes cuando quedan entre la espada y la pared. A Brasil lo atravesó ese florete filoso y bien puntiagudo. Alemania perforó al pentacampeón como si fuera un flan de leche condensada. El pueblo, en la calle, sufrió cada gol como una trepanación sin anestesia. “¡Por Dios, basta, por Dios!”, gemía Analisa, derrumbadas sus caderas increíbles sobre un cantero en el Fan Fest de San Pablo. “¡Lo único que quiero es que pare!”, repite. A la vuelta ni ganas de hablar quedan.

Dan ganas de abrazar a la desolación de camiseta amarilla. Abrazar fuerte a cada uno y susurrarle al oído el poema de Vinicius de Moraes. “Pues para eso fuimos hechos/ para la esperanza en el milagro/ para la participación de la poesía/ para ver el rostro de la muerte/ de repente, nunca más esperamos…/ Hoy la noche es joven; de la muerte/ apenas nacemos, inmensamente”. El fútbol no es la muerte pero se vive y se siente como tal en un país que enlaza sus tradiciones, su cultura, esa cosa indefinida a la que algunos se refieren como el ser nacional, con el bellísimo e incomparable arte de la pelota.

Los dolores colectivos se sobrellevan con mayor altura porque todos los hombros están hechos para recostarse sobre ellos y compartir la pena. Ingresa el “Beto” Acosta a la sala de prensa del Arena Corinthians y sentencia: “nunca pensé que vería algo como esto”. Y deja un concepto muy valioso: acá no hay nada que festejar, ni como argentinos ni como nada. No faltó el imbécil que salió hace unos días levantando una columna vertebral de plástico para burlarse de Neymar. Fiel intérprete del respeto que merece e impone el fútbol brasileño, Acosta reclama que mejor nos ocupemos de Argentina. Sí, mejor.

Los próximos tiempos serán de comparaciones. ¿Qué fue más humillante para el Brasil del fútbol, el samba y el gol? ¿El Maracanazo o el Mineiranazo? También quedará más claro que este equipo anfitrión no estaba a la altura, que la presión lo desbordó y que el país fue víctima del peor de los virus: el triunfalismo. Los carteles invitando a celebrar “el hexa” por anticipado terminaron aceptándose como cosa juzgada. Los brasileños lo hicieron en 1950 y cayeron en la misma trampa en este mes inolvidable que va terminándose. Hay lecciones que nunca se aprenden.

Si algo le faltaba a este Mundial loco y apasionante era un Waterloo en el campo de Minas Gerais. Brasil ni siquiera tuvo un Napoleón de cartulina para engañar al adversario. Entonces se inmoló en una fogata de goles alemanes. Las lágrimas, y me permito utilizar la primera persona para contarle que nunca vi tantas, tan sentidas, tan genuinas, tan profundas, esas lágrimas son las que lavarán este martes de fútbol. Porque vale apuntar que se trata de fútbol, nada menos.