Fiestas y celebraciones
Además de los juegos de pelota o las carreras de jinetes, en las calles también se disputaban las batallas con harina en épocas de carnaval. Peña de Bascary cita la descripción que hizo Temple, un viajero inglés: “La principal diversión consistía en arrojar puñados de harina o almidón a los ojos desprevenidos. Todas las personas, hombres y mujeres, llevaban en sus bolsillos y esquinas de sus ponchos abundante depósito de esta munición cuyo precio aumentaba en el carnaval que se festejaba durante tres días sucesivos”.
Por supuesto que todavía no se celebraba el día de la Independencia. La mayoría de los festejos correspondían a festividades de Santos y Patronos. La devoción principal era hacia el patrono San Miguel. “La ciudad se vestía de fiesta: se iluminaba la plaza y las calles con farolitos de papel”. También estaba la devoción a la Virgen de La Merced, que se remonta a la fecha de la fundación en Ibatín en 1565.
Poder y trabajo
Para llegar al poder no era necesario contar con jefes de prensa, ni consultoras que midieran la imagen. La jerarquía, el acceso al poder y el status social estaban dados por las carreras militar y eclesiástica. Sacerdotes y militares abundaban en las familias más importantes de la provincia.
Los integrantes de las familias principales fueron hacendados y comerciantes y también lo fueron los peninsulares quienes se dedicaron, especialmente, a la venta de productos de la tierra y a la importación de efectos de Castilla.
Las guerras también abrieron nichos económicos que se supieron aprovechar. “Los soldados requerirían distintos servicios como ser habitación, pulperías, casas de abasto, modificando con sus requerimientos la configuración social y laboral del medio”, indica Peña de Bascary. Los herreros forjaban rejas, faroles y utensilios y con el devenir de la guerra, encontraron en la fabricación de armas un mercado en crecimiento.
Muchos santos y pocos libros
La decoración de las viviendas era austera y predominaban los lienzos y las imágenes religiosas. En algunas otras había retratos de algún antepasado. “En casa de Francisca Bazán de Laguna había un retrato de su yerno, Don Pedro Antonio de Zavalía y Andía, lo que era excepcional, únicamente se conocía otro retrato en la ciudad, el de José Colombres y Thames”, comenta Peña de Bascary.
La iluminación se conseguía con faroles de hierro y papel. Los más pudientes iluminaban con mecheros de cuatro luces alimentados con aceite de potro. El resto se las arreglaba con velas de sebo.
Los libros se consideraban un lujo. En las casas no había bibliotecas, salvo la del convento de San Francisco. Los escasos libros en las casas eran vidas de santos y devocionarios.
¿Con qué se vestían?
La vestimenta de las mujeres se reducía a faldas, camisas y vestidos. Las telas se traían de Europa: “capas y capotes de terciopelo, chalecos, sombreros, medias de seda, o algodón, telas de gasa, sarasa, ponteví, tafetán, seda, brocado, balleta y encajes de Flandes”, figuran en las anotaciones del comerciante José Gregorio Aráoz, citado en el trabajo de Peña de Bascary. El ajuar se completaba con guantes, peinetones, pañuelos y mantillas. El negro era el color con el que se iba a misa. Los eventos religiosos constituían la principal salida de las mujeres de esa época. Los rebozos (capas y mantos para cubrirse el rostro y los hombros) eran una tradición heredada de España.
Los varones usaban pantalones ajustados, calzas, chalecos de seda, levitas y fracs. Zapatos con hebillas de oro, medias de seda o algodón, sombrero de pelo.
La mesa está servida
En las mesas se veía carne asada, guisada, charqui y locro. El arroz entraba en la categoría de novedad importada del oriente. El grano de maíz era muy requerido, también se consumía carne de paloma y perdices. El locro, la humita, la mazamorra y los pasteles de choclo eran los clásicos de la gastronomía tucumana. Por supuesto que los dulces y mermeladas se elaboraban en las casas, sobre todo con naranja y limas. Se consumía gran cantidad de tubérculos, hortalizas y frutas. Se bebía café, chocolate y mate. Para endulzar comidas y bebidas se empleaba miel de abeja y de caña y azúcar.
Curanderos y pocas letras
En tiempos de la Independencia todavía no había escuelas y tampoco hospitales. Las enfermedades eran atendidas en su mayoría por curanderos y los partos por comadronas y parteras. Cuenta Peña de Bascary que las medicinas empleadas procedían, la mayoría, de productos adoptados de medicación indígena: “raíz de quebracho blanco” contra la ictericia, “pepitas de quinaquina” quitaban el dolor de cabeza, el “jugo de hoja de algarrobo blanco” para el mal de ojo. También se aplicaban remedios de filiación europea: sangrías, ventosas y purgas.
La instrucción llegaba hasta el nivel primario y la única escuela que funcionaba era la del Convento de San Francisco a la que asistían niños. Peña de Bascary cita parte de las Memorias de Gregorio Aráoz de La Madrid cuando recuerda que lo pusieron en la escuela del convento. “Luego que hube perfeccionado mi escritura y cuentas, pasé a estudiar gramática en el mismo convento; pero como el maestro que teníamos no era muy contraído, no alcancé a completar ese estudio”.
Las mujeres casi no sabían leer ni escribir. Cuenta la historiadora que algunas niñas recibían instrucción domiciliaria: lectura, rezos, escritura y números.
Vida social
La vida cotidiana de las mujeres estaba marcada por la religiosidad: ”misa diaria, novenas y todo tipo de actos devotos”, señala Peña de Bascary. En los templos no había bancos, así que ser costumbre que los sirvientes y esclavos cargaran alfombritas de iglesia y reclinatorios.
En los bailes de damas y caballeros se danzaba al son de guitarras el pericón, el cielito y el cuando. “En las casas había diversos instrumentos musicales: arpas, violines y pianos”, cuenta la historiadora. Los juegos de naipes eran habituales en todas las esferas sociales. Se intentó reprimirlos, dado el crecimiento de las apuestas, con escasos resultados.
En el Tucumán en el que se cocía la Independencia vivían unas 8.000 personas aproximadamente, en casas modestas y calles de polvo. Hacia 1812, la ciudad se iluminaba con faroles de papel que se colgaban al anochecer en el frente de las casas; pero en 1813 ya habían llegado las luminarias de cristal al espacio urbano. Son apenas algunas pinceladas del retrato social sobre el Tucumán del primer tercio del siglo XIX que han registrado diversas fuentes.
La plaza funcionaba como el centro social y comercial por excelencia. Todo lo que un ama de casa necesitaba lo encontraba allí, y en las escasas tiendas que había a su alrededor. Por las noches no era raro escuchar a grupos de jóvenes ofreciendo serenatas nocturnas o “andas de música”, comenta Sara Peña, en “San Miguel de Tucumán 1812, Vida cotidiana en Tiempos difíciles”. Y si de inseguridad hablamos, andar de noche tampoco era fácil entonces, ya que debido a la falta de iluminación y a la ausencia de policías se establecía la hora de “queda” a las 10 de la noche.
¿Cómo jugaban los chicos de los tiempos de la colonia? Cierto que el fútbol tardaría en llegar (lo hizo con la llegada del ferrocarril, y de los ingleses, en consecuencia). Pero la pasión por la redonda ya era una pasión entre los pueblos de la la América prehispánica. Cuenta la historia que los chicos del Tucumán de 1816 ya jugaban con pelotas, más pequeñas que las actuales, y hechas en trapo. También figuraban en el menú del tiempo libre la rayuela, el balero, el trompo y el volantín.