La Selección tenía que cambiar. No sólo para derrotar a los belgas, sino para ganar el partido que disputa consigo misma desde que empezó el Mundial. El principal rival de Argentina es Argentina, se dijo una y mil veces. Todo un dilema, porque las exigencias son altísimas y nada es peor que el autoboicot cuando se persigue esa clase de objetivos. El equipo tenía que amigarse, tratarse bien, hacerse caricias futboleras, tener buena química. Después puede venir el romance apasionado. Primero hay que colocar los ladrillos de la relación. Así se marchó Argentina de Brasilia, con la lección aprendida. Fue 1 a 0, el quinto triunfo seguido en la Copa, el pasaje a esas semifinales que, como las chicas histéricas que coquetean y nunca cruzan la línea, venían negándose desde 1990. Ahí está la Selección. Ahí estamos.
Llegamos a Brasil hablando de los cuatro fantásticos, rezándole al cuadrado mágico. El hombre propone y el fútbol dispone: no hubo Mundial con ellos sintonizados a pleno y todo indica que no lo habrá. La condición física les pateó en contra a tres de los ases. Sólo Messi, gracias al cielo, transitó siempre por el carril veloz de la autopista. Mientras Agüero intenta llegar al miércoles en condiciones, Di María deja la cancha con un dolor que, más que la pierna, le azota el pecho. Una baja tremenda, de las inesperadas y preocupantes. Pero al mismo tiempo, para demostrar que la mecánica de funcionamiento de los cuatro se basa en una extraña ley de la compensación, Higuaín levanta el brazo y dice presente.
Van 7 minutos y la fisonomía de la Selección se va adivinando más sólida, equilibrada y confiable. Es una sensación que se multiplica por el “Mané Garrincha”. En eso, tras un rebote la pelota le queda suspendida en el aire a Higuaín. El Higuaín de los cuatro partidos anteriores la hubiera colgado lejos del arco; este la clava a un costado. De allí en más, Higuaín es el referente que recibe de espaldas, domina y descarga. Baja un pelotazo con clase mundialista. Toca, recibe, habilita de cabeza. Acelera y frena. Hasta que en el segundo tiempo encara al galope, mete un caño y ajusticia a Courtois, pero la pelota da en el travesaño y sale. Sabella lo reemplaza y la hinchada se viene abajo. Qué increíble es el fútbol.
Demichelis por Fernández y Biglia por Gago. Afuera dos hombres del DT, condenados por los flojos rendimientos. Adentro un pilar para Garay y un compadre para Mascherano. Argentina luce entonces más compacta, ocupa bien los espacios, anticipa en la media cancha y teje una red de contención que le resta trabajo a Romero. Bélgica se pierde porque no puede tocar, el chico maravilla Hazard naufraga entre la marca y Fellaini juega solo. Así que, vaya sorpresa, la Bélgica del fútbol champagne apuesta por el juego aéreo y pierde. Será que su tiempo de maduración no ha llegado. Son jóvenes.
En cambio, Argentina controla el partido. Sale Di María lesionado y Enzo Pérez encaja tan bien en el esquema que pide la pelota y la juega con más aciertos que errores. Por la izquierda, Basanta sigue el manual del lateral y no corre riesgos. La Selección está cómoda con el 1 a 0 y mantiene el statu quo del partido, apurándose de a ratos, sin moños ni exquisiteces. Messi piensa más en el equipo que en su lucimiento y eso es fundamental. Busca el desnivel y provoca un par de terremotos en la frondosa cabellera de Witsel. Pasa la pelota con seguridad y precisión; la tiene. Es un Messi maduro y participativo. Al final pica hacia el área y se viene el 2 a 0, porque está solo y todo indica que enganchará hacia la derecha para dejar en el piso a Courtois. Pero no: tira despacio y el arquero tapa. Ver para creer.
Los cuartos de final concluyen con un sofocón, porque esta Selección es así. Siempre queda un margencito para cachetear 40 millones de arterias coronarias. Fue una pelota llovida sobre el área, de las muchas que disparó Bélgica en los últimos 15’. En la mayoría de los casos hubo off-side o falta del atacante. Sería injusto y falaz decir que se ganó sufriendo. Sí es cierto que a la Selección le faltó ambición para liquidar antes la historia. Era tan confortable el ritmo del juego que prefirió dejarlo así.
Se van los belgas, canta la hinchada albiceleste y Sabella piensa en lo que viene. No es el único: hay un país futbolero ilusionado después de mucho tiempo. Mérito de esta Selección que llegó a donde todos querían verla. Basta de barreras psicológicas, de mochilas y de maldiciones. Entre los cuatro mejores, con los benditos siete partidos abrochados, Argentina se apresta a ensayar el próximo paso: enamorar para siempre.