Imaginen que la boca de un subterráneo se abre frente a La Ciudadela o el Monumental. Adiós a los problemas de transporte, a los embotellamientos, a la falta de lugares para estacionar. La solución perfecta para un problema complejo. Así es el acceso a la Arena Corinthians, un estadio impactante por donde se lo mire, motivo de admiración y de justificada envidia. La tradición del Maracaná, la funcionalidad del Mineirao y la belleza del Beira Río no compiten con el gigante de Itaquera. Un sueño hecho templo futbolero. Aquí se jugó el partido inaugural, aquí eliminó la Selección a Suiza y aquí está programada una de las semifinales. La que le tocaría a Argentina, en caso de superar el sábado a Bélgica.

Nada de pesadas estructuras de hormigón. Las cabeceras están armadas con estructuras metálicas que pueden desmontarse y cambiar por completo la fisonomía de la Arena. El techo corredizo es un lujo, al igual que el universo interior debajo de la tribuna principal. Hay salas multiuso, un salón de conferencias más grande que un cine, un bar de primer nivel, oficinas y palcos VIP, entre infinidad de comodidades. Sobran los ascensores y las escaleras están revestidas de porcelanato. Imposible pensar que se trata de un estadio… salvo cuando llega el momento de asomarse a la tribuna y disfrutar de la perfecta visión del campo.

Para los paulistas Itaquera es motivo de orgullo. Tienen toda la razón para sentirse así. Y eso que en la ciudad hay un gran estadio -el Morumbí- que, remodelación mediante, pudo haber albergado el Mundial sin complicaciones. Pero la construcción de este escenario era una necesidad, teniendo en cuenta que Corinthians es uno de los grandes de Brasil y las decenas de miles de “torcedores” que convoca cada semana reclamaban una casa nueva y moderna, acorde con el poderío y el arrastre popular del equipo.

Otro gran estadio de San Pablo es el Pacaembú, en cuyas entrañas se despliega el maravilloso museo del fútbol. Pero hay una historia que rodea ese escemario: muchos consideran que alberga mala suerte. La selección, directamente, se niega a jugar allí. Los brasileños creen con firmeza en los avatares de la buena y la mala fortuna. A quienes consideran “mufas” les dicen “pie frío”. Con o sin razón, parece que ese lastre al Pacaembú le pesará para siempre.