“Mané” Garrincha era prodigioso, al extremo de que en Brasil muchos lo consideran mejor que Pelé. Garrincha jugaba de wing derecho y siempre, siempre, gambeteaba para afuera. Cada marcador sabía lo que Garrincha iba a hacer, y de todos modos no podía detenerlo. Increíble. Con Messi pasa lo mismo. El arquero sabe que Messi va a colgar la pelota por encima de la barrera, directamente hacia su palo más alejado. Y no obstante esa certeza, va a ser gol. Claro, si se ubicara en el medio del arco correría el riesgo de que lo emboquen por otro lado. Entonces, cerca de las dos de la tarde en el Beira Río, Messi hará lo que manda la historia. El nigeriano Enyeama está seguro de eso y también de su carácter de víctima inocente.

Un par de minutos antes Messi había gatillado, pero desde más lejos y oblicuo al arco. Por eso, a pesar de la rosca que hizo la pelota y de la perfecta dirección -al ángulo- Enyeama manoteó al córner. La segunda opción, en el lugar ideal para la zurda sublime, no dejó ni un versículo de margen para el milagro nigeriano. Y eso que el tiro se advirtió suave, un beso con el botín para enamorar a la pelota. Y la chica, loca por el galán que le tocó en suerte, se alojó donde la mandaron. Distinto al primer gol, cuando Messi agarró la Brazuca suelta en el área y taladró todo lo que se le opuso.

Desatado, en apenas 17 minutos -los que jugó del segundo tiempo-, Messi le explicó al Mundial su propósito de hacer historia. Ya había marcado por partida doble, ya había martirizado a los africanos quebrando la cintura, ya había construido paredes y derribado cancerberos. Le faltaba echar ese resto infernal, alguna clase de energía acumulada durante ¿cuánto tiempo? Así que se multiplicó por toda la cancha, enloquecedor, certero, imparable, jugando para él, para sus compañeros, para los 40.000 argentinos privilegiados del Beira Río y para que el resto de la humanidad futbolera se acomodara en la poltrona y dijera gracias. Argentina 3, Nigeria 2, fue una gran función de Messi. Vamos al resto.

Nigeria es mejor que Irán y la Selección le ganó por un resultado tan apretado como injusto. La diferencia debió haber sido mucho más tranquilizadora. Esta es la columna del haber, engrosada por el cambio de actitud que mostró, afortunadamente, el equipo de Sabella. Actitud para morder en el medio, presionar, doblar las marcas y recuperar la pelota. Y también actitud para moverse, en aras de que siempre apareciera más de un receptor potencial para el pase. Por eso emergió el imprescindible juego vertical, apuntalado por una pequeña sociedad que rinde millones en el Wall Street del fútbol: Messi-Di María.

Di María arrancó más retrasado, cercano a Messi, listo para picar en cuanto descubriera una rendija en la rocosa zaga africana. Le faltó el gol para coronar un gran partido, y eso que lo buscó con ahínco e inteligencia. Bien por Di María, bien por los anticipos de Mascherano y por la regularidad de Rojo, bien por el esfuerzo que hizo Higuaín para reencontrarse con el goleador que es. El físico le juega en contra a Higuaín, y mucho más a Agüero, que no está para entrar a la cancha y mucho menos en un Mundial. Entonces ingresó Lavezzi, afinado y afilado, y la Selección ganó desborde y profundidad.

Más suelta y segura de sí misma, Argentina se permitió mostrar un par de notables jugadas preparadas: una combinada entre Di María y Lavezzi a partir de un tiro libre, y otra que culminó con un cabezazo desviado de Garay, que también va de menor a mayor en su rendimiento. Generar 12 jugadas claras de gol en un partido mundialista no es sencillo, y la Selección las tuvo a disposición contra los nigerianos.

Fue un partido con Messi en la cancha y otro tras su comprensible reemplazo por “Ricky” Álvarez. Para qué correr el riesgo de que a un africano se le fuera la pierna justo cuando empiezan los cruces de octavos, ¿no? Con Messi en el césped fue pura electricidad. Con Messi en el banco apareció el carbón para la máquina de vapor. La diferencia entre la genialidad de un futbolista y las (muy) buenas intenciones del resto. Con Messi en la cancha Argentina fue propietaria de la pelota y de cada milímetro de terreno. Después, la Selección se enamoró del contragolpe.

Desde hace dos años sabemos que defendiendo Argentina lleva las de perder. Dicho y hecho: dos errores derivaron en goles nigerianos. No hubo tantas licencias como las que encontró Irán, por ejemplo, y de todos modos la sensación se mantiene firme. La Selección es permeable por el sector de Fernández, cuando Gago queda superado, cuando se agrupa uno contra uno y el camino a Romero es una autopista de mil carriles. Suponer que va a solidificarse en cuestión de días sería un acto de voluntarismo periodístico. Jugamos a matar o morir porque está en la naturaleza del equipo. Por eso, el 5-3-2 que debería brindar tantas seguridades no soluciona las dudas y, al mismo tiempo, deja anémicos a los de arriba.

La conclusión es que hay tanto Messi que endulza hasta a los más amargos. Y no empalaga. Tanto Messi significa tantas posibilidades de hacer magia en el momento menos pensado para ganar un partido. Ese es un handicap que nadie posee en este Mundial. Si vamos para adelante somos felices, cuando nos atacan le prendemos velas a todo el santoral. 

Esa es la Argentina de Brasil 2014. Invicta, triple ganadora, generosa y a la vez tan capaz de congelarnos la sangre en lo que dura un suspiro.